IMPERIO BIZANTINO

Historia de Bizancio enfocada principalmente en el período de los Comnenos

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Constantinopla, la reina de las ciudades

Posted by Guilhem en abril 24, 2007

Constantinopla, la reina de las ciudades.

Ensayo del autor.

La ceremonia de coronación de Manuel fue la chispa que encendió en Constantinopla unos días sin parangón. El esplendor de las fiestas que siguieron, para las que los funcionarios de la tesorería no repararon en gastos, hizo empalidecer a las tradicionales celebraciones que anualmente se organizaban para conmemorar la decisiva victoria de Juan Kaloianes sobre los pechenegos. Batidas de caza, torneos de caballeros, justas de trovadores, paseos a caballo, cenas de gala, representaciones teatrales, bufonadas: Constantinopla, más que una ciudad, parecía una feria cosmopolita que no se cerraba nunca. Diariamente llegaban a ella mercaderes, embajadores, peregrinos, aventureros y oportunistas procedentes de todos los puntos cardinales. En sus calles, los puestos de comerciantes y tenderos se hallaban atiborrados de mercancías tan variadas como exóticas: camellos de Arabia, halcones gerifaltes y azores de Francia, especias de China, alfombras de Damasco, tapices de India, esclavos de Rusia… Y ni que hablar del gentío que, como hormigas invadiendo un huerto, se movía mirando y admirando los tesoros de la urbe; cada iglesia, cada monumento arrancaba una expresión de pasmo a la multitud que, sin darse por satisfecha, marchaba al siguiente edificio para seguir con su rutina de sorpresas y exclamaciones. Desde el mar, la ventisca traía consigo el olor a sal y a pescado de los puertos de Eleuterio y Sofía, donde diariamente confluían cientos de galeras y dromones además de cuarteados esquifes de pequeño calado. En las adyacencias del Contoscalión, frente a la Propóntide, los niños solían acudir presurosos para observar boquiabiertos el crisol de razas que, por disposiciones legales emanadas de la cancillería, debía someterse a los rigurosos controles de la policía imperial. Había de todo: escandinavos de tez blanca y cabellera dorada, búlgaros de mirada penetrante y desconfiada, nubios de grandes espaldas y rudas facciones, turcos selyúcidas de barbas puntiagudas y prolijos turbantes, francos de toscos modales y parsimonioso andar, armenios altaneros e inquietos… Y aún más, ingleses, normandos, amalfitanos, genoveses, venecianos, pisanos, rusos, cumanos, chinos, georgianos, danisméndidas… Todos, a los ojos de los habitantes de la gran ciudad eran auténticos bárbaros a la vez que excepcionales hallazgos.

Mar de Mármara.

Mar de Mármara.

– ¡Para qué recorrer el mundo, si lo podéis encontrar aquí mismo! -solían repetir los embajadores bizantinos orgullosamente, sin ocultar el gozo que les causaba el prestigio internacional de su ciudad.

El calor de ese verano, echándose sobre la comarca con la inercia de un aire sofocante y pesado, irrespirable casi, había infundido nuevos bríos a la vida de la capital imperial. En las calles, yendo de un monasterio a otro, los peregrinos se movían como bandadas de estorninos saqueando una cosecha. Orando en silencio, caminaban con rostros solemnes, aferrados a sus bordones de punta de hierro o tomados de la mano para precaverse de los embaucadores y ladrones. Todos los días, apenas despuntaba el alba, acudían a los hospicios, donde apaciblemente aceptaban formar una hilera con los mendigos con tal de calmar el apetito de sus famélicos estómagos. El menú de la calahorra no era exquisito pero servía para reconfortar el berrinche de sus tripas con la variedad de sus ingredientes: pan, caldo aceitoso de venado, habas o lentejas cocidas, aceitunas, pasas de uva, huevos, hortalizas, queso, sardinas saladas, galletas casi negras y naranjas, y en los días festivos hasta se podía tomar un poco de vino aguado. Durante la espera, el orden de llegada se respetaba a rajatabla pese al calor y a las ocasionales lloviznas, aunque todo se desmadejaba tan pronto como el aroma de la comida transponía los límites de la cocina y llegaba a las narices de los que estaban en la fila. Luego, cuando las hermanas levantaban el servicio, los viajeros salían disparados para desparramarse por la ciudad, ansiosos por visitar la gran cantidad de reliquias allí atesoradas desde los comienzos del cristianismo. Había ciertamente de todo, inclusive falsificaciones burdas y habilidosos charlatanes, dispuestos a lucrarse con la ingenuidad de cuanto desprevenido se interpusiera en su camino. Pero los peregrinos no reparaban más que en el fervor de su fe.

La expectativa que despertaban las sagradas osamentas y todos aquellos artefactos relacionados con la fe y la milagrería generaban dentro del perímetro de las murallas un flujo incesante de creyentes, procedentes de países tan distantes como Inglaterra y Dinamarca. A decir verdad, de entre todas las ciudades de la ecúmene cristiana, Constantinopla se podía jactar de tener la mejor y más valiosa colección de huesos, músculos, cabellos, dientes y vísceras de hombres y mujeres santos, amén de una constelación de objetos que la Iglesia oriental admitía que estaban santificados por contacto. El proceso de acopio de tales tesoros religiosos había comenzado con las invasiones bárbaras del siglo V y las razzias persas de los siglos VI y VII, pero las conquistas árabes de las provincias orientales y africanas ciertamente lo habían intensificado al promover la migración de muchas ilustres piezas hacia el recinto amurallado de la gran ciudad del Bósforo, considerada inexpugnable por la Cristiandad y, por tanto, a prueba de los jinetes del Islam.

Santa Sofía.

Santa Sofía.

Relamiéndose ante la perspectiva de conocer parte de la enorme colección de reliquias, unas tres o cuatro mil piezas en total que se distribuían entre centenares de iglesias y monasterios, los peregrinos organizaban sus itinerarios de acuerdo con la concentración que ostentaba cada barrio de Constantinopla. Aquellas zonas más favorecidas por su cercanía a los lugares de residencia habitual de los emperadores eran por cierto las que mejor oferta de sagradas reliquias ofrecían a los caminantes y viajeros. Algunos parroquianos, aprovechando el filón, habían llegado inclusive a mandar a elaborar una especie de manual donde se exponía el catálogo de santos bizantinos con una indicación del lugar preciso donde se podía ubicar cada hueso o elemento de devoción. Luego, eran los propios caminantes y peregrinos quienes, de regreso en sus provincias o países, se ocupaban de difundir lo abundante y variado del conocimiento que habían adquirido en la fabulosa urbe de los césares.

En su insaciable sed por acceder a todas las cosas sagradas de la ciudad, los peregrinos se movían febrilmente de un lado a otro, lanzando genuinas y espontáneas exclamaciones de asombro cuyos ecos recibían a la siguiente partida de curiosos. Siguiendo la Mese o la Vía Triumphalis recorrían todos los barrios haciendo resonar en las estrechas callejuelas el tip-tap de la puntera de hierro de sus bordones. En el Deuteron participaban de las misas y recibían las siguientes bendiciones en las Iglesias de Santa María y San Jorge. Un poco más allá, en las Blaquernas, donde se encontraba la residencia de los Comnenos, deambulaban boquiabiertos entre un sinnúmero de templos y estatuas de colosal aspecto: Santa María de las Blaquernas, Santos Pedro y Marcos, San Demetrio Canabos, San Juan Bautista y San Nicolás. Dicho distrito era famoso por albergar reliquias relacionadas con la Virgen María, entre las que descollaba el Omophorion o Manto de la Virgen, guardado con triple envoltura en una enigmática Arca Santa en el interior de la basílica de Nuestra Señora de las Blaquernas. Pero no era sino un singular icono, quizá obra de un artesano local, uno de los objetos de mayor veneración entre los ávidos peregrinos: a él se le atribuía una tradición milagrosa que habitualmente se manifestaba todos los días viernes. Y como era de esperarse, nadie deseaba ser tan descuidado o distraído como para personarse un día que no fuera ese.

San Salvador Pantocrátor.

San Salvador Pantocrátor.

En el Petrión, frente al Cuerno de Oro, los caminantes acudían a la iglesia de Santa Teodora, donde algunos solían hacer un alto para cumplir con las penitencias que les habían sido impuestas en las etapas anteriores de la peregrinación. Luego, en Platea y Zeugma, volvían a pedir las bendiciones a los clérigos de los monasterios de Salvador Pantepopto y Salvador Pantócrator, en cuya capilla, y antes de regresar al ruedo, decían algunas oraciones frente al cuerpo de San Blas, el obispo mártir de Sebastea, que se conservaba espléndidamente gracias a las técnicas crematísticas de los orfebres religiosos griegos. En la iglesia de los Santos Apóstoles, entretanto, la parada obligatoria era el iconostasio donde, se decía, yacía empotrada en un flanco la Columna de la Flagelación. Allí también concurrían los peregrinos ansiosos por admirar todas aquellas piezas de las que se aseguraba que guardaban relación directa con los discípulos de Cristo. Pasando luego a un lado de la columna de Marciano, los caminantes visitaban los barrios del sur: en el Triton hacían habitualmente una breve escala en el monasterio de San Andrés para, por la gran Vía Egnatia, enfilar hacia las iglesias de San Jorge de los Cipreses y Santos Carpo y Papilo. Desde allí, y siempre por aquella magna vía llamada desde ese punto vía Triumphalis, cruzaban Xerolofos, Vlanga y el Heptascalon para finalmente recalar en la monumental Santa Sofía. Daba impresión verles llegar a la gran catedral de Justiniano, en grupos y tomados de la mano, orando con lágrimas en los ojos o cantando himnos y salmos con la singular expresión del recogimiento y la emoción en sus rostros. Llegaban caminando lentamente, compartiendo sus reservas de comida y sus experiencias del camino, maravillados por los tesoros de la urbe aunque mucho más por ciertos rumores que habían escuchado en el camino, según los cuales algunas reliquias tenían la virtud de multiplicarse, por simple contacto, transportando su potencia a los objetos que entraran en contacto con ellas. Así que muchos peregrinos esperaban rozar sus superficies con la yema de sus dedos o con sus bastones para así llevar el efecto milagroso de las sagradas osamentas o de los objetos en cuestión de vuelta a sus patrias.

Constantinopla en el siglo XII.

Los barrios orientales de la capital imperial, el Estrategion y la vieja Acrópolis, competían con las Blaquernas por el primer puesto en cuanto a la tenencia de las mejores y más afamadas reliquias. Aunque Santa Sofía era la mayor de las basílicas, las cosas sagradas que allí se atesoraban no guardaban relación con el prestigio del edificio: los Pañales de Jesús», el Cristo Confesor y las Argollas del Pozo de la Samaritana eran las preseas más populares del edificio. Había, por cierto, otras reliquias de menor valía, pero ninguna llegaba a opacar a las que se exhibían en la Nea Basiliana, San Jorge de los Manganas y la Virgen del Faro, todas muy próximas al gran palacio y al edificio que otrora fuera la residencia de Justiniano. Los peregrinos concurrían a dichas iglesias llenos de expectativas, sabedores de que la colección que les esperaba era realmente impresionante. Muchos se emocionaban hasta las lágrimas cuando escuchaban de boca de los intérpretes griegos los nombres de las reliquias que en su gran mayoría tenían que ver con la Pasión: algunas «Gotas de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo», la Santa Lanza, la Santa Esponja, la Corona de Espinas y la Vera Cruz.

Las restantes iglesias y basílicas de Constantinopla se repartían el resto del sacro acervo, siempre tratando de respetar un cierto criterio de especialización en términos bíblicos. En ellas, los peregrinos no dejaban de sorprenderse por lo que veían: el ramo de olivo, el hacha de Josué, las trompetas de Jericó, el menudo cuerpo de Santa Lucía, el carro de plata de Constantino y Helena, los restos de San Teodoro y su tío Platón, el cuerpo de San Lucas, el cinturón de la Virgen, la mano derecha de San Juan Bautista, algunas falanges de San Esteban, la cabeza de San Clemente, las osamentas de San Pantaleón, San Ermolao, Santa Teodora, Santa Teodosia y Santa Bárbara, la Santa Tabla de la Ultima Cena, un brazo de San Jorge, una pestaña de San Juan Bautista, el cráneo de San Mateo y de Santa Ana, el metacarpo de San Nicolás… La lista de venerables reliquias era tan larga como agotadora, inclusive para el más devoto de los peregrinos.

El Cuerno de Oro.

El cruce del Cuerno de Oro por puente o a través de pequeñas embarcaciones apenas tenía un motivo religioso para los caminantes. Aunque algunos acudían al barrio de Gálata para orar frente a los altares de las iglesias de San Benito y Santos Pedro y Pablo, la mayoría se daba cita allí para negociar con los capitanes de las flotillas italianas el pasaje de regreso a sus tierras o a Ultramar, dependiendo el destino de la etapa del itinerario en la que se hallaran. En ese momento la fe daba paso a necesidades más mundanas que guardaban relación directa con la meta que se había propuesto cada viajero: si continuar la peregrinación por mar u optar por la vía terrestre.

En el primer caso, los peregrinos debían acudir necesariamente a los italianos, quienes controlaban el monopolio del transporte hacia Tierra Santa, manejando la oferta de embarcaciones, casi todas galeras de velas desteñidas y mástiles agrietados. Pero como quiera que fuera el estado de las mismas, para muchos era preferible al peligroso viaje por tierra, donde el viajero se exponía a las algaradas de los turcos rumi durante el trayecto por las provincias imperiales de Anatolia. El único problema con la opción marítima era el coste del pasaje, que los italianos cotizaban a precio de oro sabiendo que la navegación era mucho menos arriesgada que la alternativa terrestre. Los peregrinos más pobres, por el contrario, debían resignarse a cruzar por sus propios medios los peligrosos caminos de Capadocia y Seleucia, siguiendo el derrotero que medio siglo antes habían empleado los primeros cruzados. Era una posibilidad que estaba en línea con su escaso patrimonio material: apenas un sayal, un bordón y una escudilla, si el viajero era un peregrino, o una espada, un escudo y un caballo, si se trataba de un segundón al que le guiaba la avaricia. En cualquier caso, las probabilidades de ser asesinado o convertido en esclavo durante el viaje eran altísimas.

Restos del puerto de Bucoleon.

La antítesis del cuadro que diariamente se reproducía calles adentro, con peregrinos deambulando entre hueso y hueso, eran los embarcaderos de Constantinopla: Eleuterio, el Contoscalión, Sofía, Neorion y Pérama. Allí el ambiente tenía muy poco en común con la atmósfera de recogimiento y hospitalidad que se respiraba en los barrios del interior. Todo lo peor de la sociedad bizantina recalaba en los muelles después de ser vomitado por la marea interminable de caminantes que materialmente saqueaba los hospicios donde las hermanas debían atender a los necesitados sin reparar en su posición, rango, condición o abolengo. Ya fuera porque los marineros eran presas más fáciles que el constantinopolitano medio o porque el control policial se relajaba en el mar, el panorama en los puertos siempre mostraba el mismo tinte oscuro y sobrecogedor: vendedores de amuletos, falsificadores de reliquias, charlatanes, jugadores de dados, predicadores oportunistas, bandoleros disfrazados de mendigos, falsos clérigos, vendedores de pociones, prostitutas y maleteros impostores; todos disputándose entre sí a los desprevenidos viajeros que llegaban por mar o a los ingenuos marineros que nunca antes habían pisado la gran ciudad del Bósforo. Para peor, y como si se tratara de la segunda línea de un ejército, los postergados de Dios cerraban los accesos hacia los barrios internos tirados en las callejuelas, con sus brazos extendidos y sus manos abiertas pidiendo limosna: ciegos, niños de ojos picados por las moscas y leprosos con jirones de ropa cubriendo sus vapuleados cuerpos y extremidades. Era en estos dominios donde la disputa de un mendrugo o un jergón desataba ocasionalmente verdaderas batallas campales que, para ser reprimidas, requerían la participación de un nutrido número de policías pechenegos. Pero los constantinopolitanos no se quejaban. A fin de cuentas su amada capital era la reina de las ciudades.

Autor: Guilhem W. Martín. ©

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8 respuestas to “Constantinopla, la reina de las ciudades”

  1. cristian said

    alguien me puede decir cual es el monumento de santa lucia de constantinopla y explicarme como es???

  2. pablo said

    like

  3. Es alucinante este recorrido por los vericuetos de Constantinopla. Hace poco leí «Estambul, de Orhan Pamuk y me sorprendía el hecho de que no hiciera resonancia más que del pasado otomano de la ciudad, pasándose por alto la auténtica vitalidad que le dio nombre a ese espacio geográfico. Vagas referencias a los «rumis» (descendientes de los griegos) y algunas fastuosas fotografías de las murallas en ruinas pretenden acercar a lo que fue este hervidero cultural.

    Es una pena este sesgo viniendo de un enorme escritor como Pamuk.

    • Peire said

      Quizas la explicación sea la negación del conquistador de que el explendor de su cultura o su arte se base en el del previo pueblo conquistado.
      La mezquita del Sultán Ahmed o mezquita azul, se parece escandalosamente a Santa sofía, y de ahí todas las posteriores. Con esto no quiero decir que no tuviesen una cultura anterior propia o que con el tiempo no desarrollaran un arte monumental propio, pero los pueblos nómadas suelen generar un arte más domestico, basado en el adorno, no monumental. Parecido sucede con los griegos de hoy, su comida, música y otros aspectos evidencian lo próximo que están y que, a su pesar estuvieron, del mundo turco.

  4. nyno said

    sin duda fue la ciudad mas grande y prospera de la edad media
    lastima que terminara tan abruptamente…

  5. Percy said

    Es como un cuento de hadas… aunque el final no sea feliz, es mejor pensar en lo que fue y su legado para el mundo

  6. Galo said

    es lamentable que despues de la 4ta cruzada, la gran ciudad del bósforo haya quedado en la ruina, y nunca haya podido recuperarse.

  7. daniela said

    no sale nada de las comidas de imperio bizatino

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