IMPERIO BIZANTINO

Historia de Bizancio enfocada principalmente en el período de los Comnenos

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    Guilhem
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El ascenso de los Comnenos: Isaac I. (Parte 2).

Posted by Guilhem en febrero 23, 2012

El ascenso de los Comnenos.

Isaac I (1057-1059). Parte II.

Extracto: El breve reinado de Isaac I Comneno (1057-1059), con el que la clase castrense pretendió apuntalar el poderío imperial, acabó en el infortunio cuando el basileo, medio enfermo y medio intimidado por sus rivales del partido civilista, adoptó los hábitos religiosos y se retiró como monje al convento de Studion, en 1059. Los burócratas civiles volvían a tomar las riendas del Imperio. Sin embargo, casi sin darse cuenta, Isaac había logrado mediante alianzas dinásticas con la poderosa familia Ducas dejar expedito a sus familiares el camino hacia las más altas esferas del poder.

Parte II: batalla, derrota y negociación con los rebeldes.

Breve análisis comparativo de las fuerzas en pugna.

Ni bien los generales asiáticos estuvieron de regreso en sus respectivos territorios, la campaña contra Miguel empezó a tomar cuerpo. Quedó claro desde un principio que la lucha habría de dirimirse entre dos facciones del ejército; por un lado, las tropas de Asia Menor, procedentes de aquellos themas que desde los tiempos de Heraclio, habían provisto los mejores y más experimentados soldados y, por el otro, las fuerzas aportadas por las provincias europeas del Imperio. Desde la consideración misma de su origen, era evidente que los regimientos orientales llevaban la delantera, otorgando una ventaja considerable a los comandantes sediciosos: en Asia Menor, la autoridad de Bizancio nunca había sido puesta en entredicho, salvo por alguna que otra esporádica expedición persa o árabe. Lo que es más, en los momentos más difíciles vividos por el Imperio, sobre todo tras la irrupción de los eslavos, primero, y de los búlgaros, después, había sido precisamente de los themas asiáticos de donde Bizancio había extraído la vitalidad necesaria para soportar el difícil trance. La pérdida ulterior del noventa por cien de las provincias europeas había determinado que, aunque la capitalidad no se desplazase de Constantinopla, el corazón del Imperio hiciera escuchar con estrépito sus latidos hacia el naciente, donde la situación era radicalmente opuesta. Mientras en los Balcanes, eslavos y búlgaros llegaban a discutir la autoridad de los basileos inclusive sobre los mismos arrabales de la “Nueva Roma”, en Asia Menor una nueva modalidad de soldados se perfeccionaba bajo la protección de una verdadera batería de medidas anti-latifundistas. Creados a imagen y semejanza de aquellos colonos militares del siglo III, los soldados campesinos bizantinos demostrarían muy pronto el valor de la flamante institución que, reconociendo su basamento en el lazo establecido con el estado a través de la propiedad de la tierra, devolvería al Imperio su pretérito esplendor. Al asignárseles parcelas para su cultivo como propiedad hereditaria e inalienable, con beneficios fiscales y privilegios especiales, lo que pretendía la nueva legislación era generar un recurso de probado valor militar que no le costase a la tesorería lo que demandaban los ejércitos convencionales o la contratación de los poco fiables mercenarios.

Sin embargo, promediando el siglo XI, el sistema de estratiotas o campesinos libres estaba ya en plena descomposición. Los largos años de predominio civilista, caracterizados por la preponderancia de la aristocracia de funcionarios de la capital, no habían significado un fortalecimiento de la autoridad de los emperadores ya que también ellos eran terratenientes como sus rivales militares. Esta realidad se había notado especialmente en la falta de convicción de los sucesores de Basilio II para continuar defendiendo a la pequeña propiedad[1]. Así, mientras que en los días del Bulgaróctonos se había visto a un emperador confiscando las tierras de un terrateniente al cabo de un proceso tendencioso y reñido con la justicia y la ley[2], con sus sucesores la gran propiedad creció de manera alarmante. Uno de los motores principales que impulsó tan descomunal y desproporcionado crecimiento había sido la concesión de privilegios especiales, entre los cuales, los más deseados por el latifundio eran las inmunidades y exenciones fiscales. Y al encumbrarse su poder, al latifundio le tomó muy poco tiempo obtener también inmunidades judiciales, en virtud de las cuales, los propios terratenientes pasaron a desempeñarse como jueces de sus dependientes. La contracara de este proceso, entretanto, mostraba a un estrato de pequeños cultivadores libres cada vez más reacios a trabajar la tierra y prestar el consecuente servicio militar tal como lo habían hecho sus antepasados, algo similar a lo que había acontecido en tiempos de la Roma tardía con el colonato[3] y el patrocinium[4]. Esta era precisamente la situación en Asia Menor al momento de estallar la revuelta de los generales; en otras palabras los sediciosos contaban con tropas históricamente mejor preparadas y cualificadas que, sin embargo, en los últimos años habían perdido el basamento tradicional que era su fuente de reclutamiento, el pequeño campesinado, en beneficio de un mecanismo más parecido al de la leva feudal.

Tal estado de cosas imperante en los themas asiáticos apenas tenía su grado de correlato en las provincias occidentales del Imperio, territorios que, a excepción de una parte de Grecia y Tracia, eran todos de reciente adquisición y, por lo tanto, no estaban tan contaminados por las apetencias latifundistas. Luego de la irrupción de los eslavos (siglo VI) y de los búlgaros (siglo VII) en los Balcanes, el establecimiento de un nuevo tipo de comunidad surgido a raíz del contacto con los invasores, había creado un organismo capaz de resistir el avasallamiento de los grandes terratenientes. Este nuevo tipo de comunidad bizantino-eslava se caracterizaba entre otras cosas por:

  • Ausencia de repartos periódicos de tierras.
  • Formación gradual de alodios o propiedades que estaban libres de cargas señoriales.
  • Compra-venta casi nula de tierras.
  • Práctica habitual del arriendo, la hipoteca y el cambio.
  • Permanencia de vestigios de la esclavitud en su seno.
  • Explotación libre de los bosques.
  • Lucha contra la confiscación del Estado.
  • Responsabilidad colectiva en temas tales como justicia, impuestos y administración.

En la segunda mitad del siglo X, la reconquista macedónica de las regiones comprendidas entre el Danubio, al Norte, y Tracia y Tesalia, al Sur[5], expuso a dichas comunidades a la influencia directa del latifundio. Minadas desde dentro por el desarrollo de la propiedad privada y por la creciente diferenciación social, la cohesión de tales comunidades no tardaría en decaer y finalmente sucumbir ante los grandes terratenientes y la servidumbre. La debacle dejaría grandes extensiones de tierra en manos de la aristocracia terrateniente de los funcionarios, aunque sus cabecillas jamás abandonarían sus bases de operaciones, que eran los pasillos palaciegos de Constantinopla, donde la posibilidad de quitar y entronizar emperadores les aseguraba una precaria supremacía sobre sus enemigos. Pero a la par de la aristocracia civil, la nobleza militar también echó raíces y se expandió en los Balcanes y un primer conato de golpe de estado partió de estas latitudes hacia 1047, aunque fracasó por la indecisión de sus líderes. Con todo, a mediados del siglo XI la situación imperante en estas regiones no se parecía ni de lejos a la verificada en Asia Menor, donde los funcionarios imperiales no podían incluso poner un pié en las grandes fincas.

Vida en el campo. Mosaico del palacio imperial.

Así, pues, en los previos de la revuelta, las fuerzas beligerantes involucradas representaban los intereses contrapuestos de la nobleza capitalina y de la aristocracia militar de Oriente. Aunque ni una ni la otra marchaban al encuentro esgrimiendo la bandera del fortalecimiento del poder central. Ambas eran aristocracias terratenientes, ambas perseguían como objetivo primero limitar la autoridad de los basileos tal como los señores feudales lo habían hecho en Francia con respecto al rey, y, finalmente, ambas, desde los días de Basilio II, venían luchando entre sí para dilucidar la cuestión de la preeminencia. Georg Ostrogorsky nos esboza magistralmente la situación de conflicto irremisible en el seno de las altas esferas sociales de Bizancio, con las siguientes palabras: “La aristocracia terrateniente había ganado la partida y solo quedaba por decidir cuál de los dos sectores, los funcionarios o los militares, llegaría a imponerse. La historia bizantina de los siguientes decenios, que a primera vista solo parece ser una maraña de intrigas cortesanas, estará en realidad dictada por la lucha entre los dos poderes rivales: la aristocracia civil de la capital y la aristocracia militar de provincias”[6].

La sublevación se pone en marcha. Reacción en Constantinopla.

Pese a que la descripción de los momentos iniciales de la revuelta, en especial de los preparativos de la misma, es un tanto vaga en la pluma de Miguel Ataliates, es posible avizorar en este punto una contradicción entre su obra y la “Cronografía” de Psellos. Por ejemplo, Ataliates nos dice que “… cuando los rebeldes se levantaron en armas, muchos se unieron a ellos; al aumentar su número día tras día, consiguieron concentrar un gran contingente y dieron el rango de comandante en jefe a Isaac Comneno, el cabecilla de la conspiración. Sin embargo, muchos soldados del ejército de Oriente se pasaron al bando del emperador legítimo de Bizancio de modo que, mientras Comneno solo contaba con las tropas de Oriente, el emperador lo hacía con las que llegaban de allí sumadas a la totalidad de las fuerzas occidentales[7]. A juzgar por la descripción que nos hace Ataliates, la propagación de los planes de Isaac Comneno despertó al principio una gran expectación entre la población. Muchos  soldados, en un acto reflejo, corrieron a ponerse bajo los estandartes de dignatarios que, procedentes de rancias y destacadas familias de Asia, parecían encender con sus esbeltos y orgullosos portes la llama de una victoria segura. Pero a poco, sucede algo extraño, casi inexplicable; un gran número se evade del campamento de Isaac, pasándose al bando de Miguel VI. ¿Cómo se puede explicar tan singular cambio de lealtades si es que el mismo, tal como nos lo describe Ataliates, realmente existió? La clave quizá haya que buscarla en el segmento de pequeños cultivadores o estratiotas, cuya condición social se había degradado tanto que, hacia mediados del siglo XI, casi todos habían sucumbido ante la opción más apacible de trabajar para un patrono, en manos de quién pronto pasarían a un estado de dependencia. Regresando en vísperas de la crucial batalla al redil del legítimo emperador, estos cuasi siervos, antes pequeños propietarios, quizá buscaban recomponer su antiguo estatus social y recuperar el favor y la protección del poder central. En todo caso, lo que sí tenían asegurado ante un eventual triunfo de Miguel VI era la posibilidad de desquitarse de los poderosos linajes de terratenientes asiáticos bajo cuya ambición tanto habían padecido en los últimos treinta años.

Miguel Psellos, a diferencia de Ataliates, no ofrece ninguna pista acerca de las defecciones en el campamento de los generales rebeldes; todo lo contario, su descripción se centra más en la alta moral y el espíritu combativo de las fuerzas congregadas por los revoltosos: “Todavía no habían llegado a organizarse, cuando se les unió un bravo ejército de aguerridos soldados que en gran número confluyó hacia ellos y reforzó su determinación. En efecto, una vez que todos se enteraron de que un bravo general se había proclamado su emperador y de que las familias más poderosas se habían alineado con él –sus nombres eran conocidos-, sin perder tiempo marcharon enseguida a su encuentro, compitiendo todos por llegar los primeros como si fueran corredores a la carrera”[8]. En un siguiente párrafo, el súper ministro es aún más gráfico sobre este asunto: “No obstante cuando observaron que Isaac –al que ni en sueños habían previsto que pudieran ver con los atributos del poder debido a los rigores que implicaba una empresa tal- se ponía al frente del proyecto de usurpación y dictaba las decisiones que luego habría que tomar, dejaron por completo de lado sus dudas y corrieron a unirse a él, marchando en viril formación y preparándose para la guerra”[9]. No se sabe si Psellos ignoró concienzudamente la cuestión de las deserciones que aluda Ataliates o si las omitió simplemente por desconocimiento. Pero, considerando su crucial participación en la política gubernamental de los últimos decenios, parece claro que algo de intencional debió haber habido en su proceder. Dada la filiación civilista del ministro, reflejar el descontento de los reclutas de Isaac y su ulterior desbande hacia las filas de Miguel VI habría sido como aceptar ante la crítica mirada de sus detractores la gran injusticia cometida con los estratiotas a través del descuido de la legislación creada para tal efecto. Claro, esto en tanto y en cuanto la información incluida por Ataliates sea fidedigna y con basamento histórico y que nuestra interpretación de los hechos sea la correcta.

Una vez que hubo reunido una fuerza considerable, Isaac se dispuso a acometer los problemas relacionados con la logística, entre los cuales, los más acuciantes eran el avituallamiento de tantas bocas y el tendido de un cerco alrededor de Constantinopla. No se trataba de un asedio militar convencional sino más bien de estrangular económicamente a la capital de manera que, cerrando los caminos e impidiendo el paso de los recaudadores de impuestos, Miguel tuviera problemas al momento de pagar las soldadas. Por boca de Psellos sabemos que Isaac colocó guarniciones en lugares estratégicos y que designó personal competente para percibir los impuestos públicos y registrar la correspondiente percepción para no dejar lugar a dudas de sus buenas intenciones. El general asiático no perseguía enriquecerse con los dineros del estado, aunque sí puede leerse entrelíneas del texto de Psellos, que no vaciló un instante en emplearlos para alimentar a sus soldados cuando se le hubo presentado la oportunidad[10].

Entretanto, en Constantinopla, la actitud de Miguel VI no dejaba de sorprender a propios y ajenos debido a su recalcitrante falta de iniciativa. Era como si la sola posesión de la gran ciudad del Bósforo y el control de sus impresionantes murallas constituyeran por sí solos la garantía del triunfo final sobre los revoltosos. Y, a juzgar por las palabras de nuestros cronistas de cabecera, la falsa noción de seguridad haría perder a Miguel momentos cruciales para ganar la partida a los sediciosos mucho antes que la misma llevara la guerra al suelo tracio. Lo que es más, fue necesario que muchos de sus más leales consejeros dieran lo mejor de sí y de su labia para convencer al basileo de abandonar su tozuda pasividad. Cuando finalmente se decidió a pasar a la acción, Isaac Comneno y sus tropas avanzaban desde Asia, en dirección al Mar de Mármara y el Bósforo.

De cómo proceder cuando la situación es apremiante: los consejos de Miguel Psellos al emperador para enfrentar la crisis.

En su Cronografía, Psellos no deja pasar la oportunidad para hacer notar al lector que el momento en que Miguel VI finalmente decide aceptar el desafío del general usurpador es coincidente con una especie de reivindicación hacia su persona. En efecto, luego de desempeñar una brillante carrera en la administración pública, su estrella, como la de sus amigos filósofos de la corte[11], había declinado hasta casi apagarse durante el reinado de Constantino IX Monómaco. Al punto que a la muerte de dicho soberano, Psellos se tonsuró como monje quizá para conseguir zafar de aquellos poderosos a los que su influencia en palacio había hecho la vida imposible. Según parece, con la ascensión al trono de Miguel VI, la situación para nuestro historiador quedó restablecida si bien no en los términos de absoluta preeminencia que tuviera antaño. Hasta que la irrupción en escena de Isaac Comneno y la súplica de una sorprendida corte que no se resignaba ante la inacción del emperador pusieron a Psellos otra vez en el centro de la escena. La manera en que ello sucedió nos la cuenta el propio ministro: “pero como algunos de sus allegados, a fuerza de golpear en su conciencia diciéndole que necesitaba consejeros, mucho dinero y contingentes militares habían hecho mella en su ánimo, entonces convocó a su presencia a un gran número de personas de noble espíritu a las que hasta entonces no había tenido en cuenta. En ese momento también me adoptó a mí y fingió arrepentirse, como si hubiera hecho algo horrible, por no haberme tenido desde mucho antes en lo más profundo de su corazón”[12].

Lo que siguió después, si nos atenemos al relato crudo que nos presenta Psellos en su obra, es un tanto difícil de corroborar, aunque sumamente plausible dada la capacidad de aquél para convencer o manipular según el caso, las necesidades y las circunstancias. Luego de que Miguel VI le hubiese aceptado nuevamente entre sus colaboradores principales, el influyente funcionario dio una serie de consejos al basileo acerca de cómo debía afrontar la crisis; a grandes rasgos la “partitura” que el Estratiota debía ejecutar era más o menos la siguiente: en primer lugar, solicitar audiencia al patriarca capitalino, Miguel Cerulario, para limar con él todas aquellas asperezas que se habían producido en el último tiempo y que Psellos en su Cronografía solo atribuye a diferencia de opiniones. Quizá las mismas estuvieran motivadas por el reciente Cisma de Oriente o tal vez por cuestiones impositivas y hasta podría tratarse de una combinación de ambas. Sin dar más precisiones que esas y ante el silencio de Ataliates en su “Historia”, solo nos queda especular al respecto. En todo caso, la aquiescencia del patriarca era necesaria para validar ante los ojos del pueblo, la causa del legítimo emperador, y, al mismo tiempo, desacreditar a los revoltosos. Y es que, con el antecedente del Gran Cisma (1054), Cerulario se había ganado la admiración de su grey, por lo que Psellos tenía razón al sostener que Miguel VI debía buscar su complicidad. En última instancia, acorde con la ideología política imperante, la Iglesia y el estado eran los pilares básicos que sustentaban todo el andamiaje imperial, siendo el emperador y el patriarca las caras visibles de ello. No contar pues con el apoyo del Gran Arzobispo sería, en suma, dejar rengo el sistema de alianzas que legitimaba a Miguel VI en el trono.

El segundo gran consejo dado por Miguel Psellos al basileo estaba más relacionado con cuestiones estratégicas: Isaac Comneno poseía un ejército poderoso; todos estaban al tanto de ello, excepto, tal como parecía, el propio soberano. Así que, según la óptica del experto consejero, había que tratar de convencer al general asiático de que licenciase sus tropas a cambio de la cesión de honores y dignidades. Psellos incluso hizo hincapié en este punto: que Miguel VI debía acceder a todos los requerimientos de Isaac, salvo a aquéllos que representasen un peligro evidente para su cargo y, obviamente, para su persona.

Por último, la tercera recomendación de Psellos era en sí misma un reaseguro para Miguel VI si las dos medidas anteriores llegaban a fallar, en especial, la segunda. Básicamente, el legítimo emperador, a la vez que negociaba  con los revoltosos para un eventual acercamiento, debía aprovechar la coyuntura a fin de reforzar su posición militar. La manera en que lograría esto, a juzgar por los dichos del súper ministro, dependía de la habilidad y el liderazgo que pudiese demostrar Miguel VI frente a los ejércitos de Occidente para ganárselos a su causa, y de su capacidad diplomática para hacerse de nuevos aliados y mercenarios, aunque unos y otros procediesen de los pueblos bárbaros allende el Danubio. Todo un reto para una persona nacida bajo la horma de la indecisión y la falta de personalidad.

La guerra civil. Polemón y Hades: 20 de agosto de 1057.

En la primavera de 1057 Miguel VI se sintió lo suficientemente fuerte como para confrontar con su adversario en el campo de batalla. Bajo su égida se habían colocado todas las fuerzas europeas, algunos desertores del ejército de Oriente[13], aliados bárbaros, mercenarios de distintas nacionalidades y, por último, la guardia varega. De manera que, en vistas de la gran cantidad de efectivos reunidos, parecía que el basileo había seguido a pié juntillas la tercera recomendación de su colaborador. Mas no las dos primeras, de lo que se lamenta especialmente Psellos en su obra, a raíz de los acontecimientos que sobrevendrían.

Europa y los cambios en el siglo XI.

Los regimientos leales a los funcionarios de Constantinopla fueron puestos bajo la autoridad del eunuco Teodoro[14], uno de los favoritos de la difunta emperatriz Teodora, que había llegado a ejercer como presidente del senado antes de la ascensión al trono de Miguel VI. A continuación, transportados por la flota, los soldados se embarcaron hacia el otro lado del Bósforo donde, nomás tocar tierra, establecieron su campamento en las afueras de Nicomedia[15]. No muy lejos de allí, Isaac Comneno avanzaba en dirección a Nicea por la gran calzada militar que procedía desde los confines de Capadocia. Su intención era ocupar dicha ciudad antes de batirse con las fuerzas del eunuco Teodoro, ya que ante una eventual derrota tendría una plaza fuerte donde reagrupar a sus tropas. Además al gran general asiático no le convenía dejar a sus espaldas una urbe de la importancia de Nicea, sin haber asegurado antes su obediencia. Espiándose mutuamente, ambos ejércitos decidieron finalmente presentar batalla en un punto ubicado entre Nicomedia y Nicea, que el propio Ataliates identifica como Polemón y Hades[16].

Gracias a las fuentes contemporáneas es posible establecer la secuencia del truculento enfrentamiento que tuvo lugar ni bien las trompetas dieron la orden de marchar al encuentro del enemigo. Ambos ejércitos se habían estacionado uno en frente del otro, segmentados cada uno en tres divisiones: ala izquierda, centro, y ala derecha, con destacamentos apostados como reserva, tal como indicaban para el caso los manuales bélicos y dictaba la experiencia. A espaldas de cada uno habían quedado los respectivos campamentos, con objetos de valor entre los que se contaba el numerario correspondiente a la paga de los soldados. Por el lado de las fuerzas imperiales, el mando supremo correspondía, según se ha dicho antes, al eunuco Teodoro que, tras reservarse el centro, había encomendado a Aaron[17] el ala izquierda y a Basilio Tarchaniotes[18] el ala derecha. Además, asistiendo a los altos mandos, había importantes y experimentados comandantes procedentes de diferentes puntos del Imperio e inclusive del extranjero: Radulfo el Franco[19], Pnyemios el Íbero[20] y Lycanthes[21] marchaban junto a Aaron, mientras que Maurokatakalos[22] y Katzamountes[23] asistían a Tarchaniotes. Entretanto, las fuerzas rebeldes habían sido dispuestas por Isaac Comneno bloqueando el camino hacia Nicea: Catacalon Cecaumeno a la cabeza del ala izquierda, debía contener la embestida de Basilio Tarchaniotes y sus secuaces; en el otro extremo, Romano Skleros[24], a la cabeza del flanco derecho, tenía una misión similar para con los regimientos dirigidos por Aaron, y, por último, el Comneno se había reservado para sí el núcleo central y estacionado a la vista del eunuco Teodoro.

La batalla propiamente dicha consistió en una secuencia de fases que de un extremo a otro de la serie, fue haciendo oscilar la victoria entre los cabecillas de ambos bandos. Antes de  que los jinetes picasen espuelas y salieran disparados al encuentro del adversario, Psellos menciona que las tropas leales al legítimo emperador iban a quedar expuestas al ataque de dos frentes. Está claro cuál era uno de ellos; lo que causa sorpresa es la acusación que deja en el aire a renglón seguido: “El comandante de nuestras fuerzas, cuyo nombre no necesito decir aquí[25], parecía vacilar entre ambos bandos, o incluso, según pienso, inclinarse claramente por uno”[26]. Acusación que a renglón seguido reafirma cuando menciona que los soldados se habían dispuesto para plantar cara sin conocer la duplicidad de sus mandos. Ataliates, por su parte, nada dice al respecto sino que se consagra a describir cada cuadro de la batalla.

Según parece, fueron las tropas de Teodoro las que, lanzando atronadores gritos de guerra, dieron inicio a la contienda. Súbitamente, el ala derecha conducida por Basilio Tarchaniotes, se abalanzó sobre los hombres de Catacalon Cecaumeno, provocando el pánico y la confusión entre sus filas y obligándoles a retirarse. A la vista de lo sucedido el ala izquierda comandada por Aaron y secundada por Radulfo, Lycanthes y Pnyemios, cargó contra las filas de Romano Skleros, desbordándolas sin atenuantes gracias a su empuje irresistible y obligándolas a emprender la huída. A poco la carga a fondo de los jinetes de Aaron condujo al ala izquierda de las fuerzas imperiales hasta el mismo campamento de Isaac, donde cercaron a Romano Skleros y le capturaron. Confiando que la victoria se decantaba hacia su bando, Aaron resolvió, acto seguido, dar a sus subalternos la orden para pillar las tiendas del enemigo; una decisión que, a la postre, acarrearía consecuencias trágicas para la hueste del eunuco.

No muy lejos de allí, Isaac Comneno y el centro del ejército del Este se debatían desesperadamente contra la sección correspondiente liderada por Teodoro. Incluso el propio Isaac pasó momentos de verdadera zozobra cuando, en el fragor de la lucha fue atacado por cuatro jinetes pechenegos que alcanzaron a lancearle en los costados. Pero las puntas de hierro de los venablos solo alcanzaron a clavarse en su armadura sin llegar a traspasarla. Erguido aún en su caballo, Isaac decidió aprovechar el golpe de efecto de su gran victoria individual para levantar la moral de sus seguidores e impelerles a avanzar con más fuerza y decisión. Catacalon Cecaumeno, que ya había conseguido reagrupar a sus hombres no muy lejos de allí, acudió a socorrer a su superior y su repentina aparición fue demasiado para el enemigo, que aun no podía dar crédito al duelo desigual que el general revoltoso había ganado a los cuatro jinetes pechenegos. Así, pues, mientras Aaron continuaba saqueando el campamento de los rebeldes, un poco más allá, Isaac Comneno y Catacalon Cecaumeno hacían huir a Teodoro y a Basilio Tarchaniotes en dirección al mar. Pronto la lucha alcanzó el mismo solar del campamento imperial, y se generalizó al acudir Aaron en defensa de Teodoro. Fue el preciso instante en que Nicéforo Botaniates, futuro emperador (1078-1081) se lució en un combate personal contra Radulfo el Franco. Miguel Ataliates recoge dicho pasaje de la batalla en su obra, ensalzando el coraje de Botaniates: “Entre todos destacó por su valor y se mostró en esta guerra valiente y fiel a su fama el magistro Nicéforo Botaniates, que tenía de su ilustre linaje el esplendor y la gloria en el mando militar y las hazañas guerreras”[27]. El duelo personal entre Botaniates y Radulfo el Franco, por su parte, es mencionado por Juan Skylitzes.

Al término de la batalla, una victoria categórica de las fuerzas de Oriente, el reporte de bajas dejaría el siguiente resumen:

  • Radulfo el Franco, prisionero.
  • Teodoro el eunuco, evadido.
  • Aaron, evadido.
  • Pnyemios el Íbero, muerto en la lucha cuando Cecaumeno entró en el campamento imperial y lo destruyó.
  • Maurokatakalos, muerto.
  • Katzamountes, muerto.
  • Lycanthes, evadido.

La truculencia que caracterizó al combate de Hades es recogida en detalle tanto en el texto de Psellos como en el de su colega Ataliates. Los relatos de ambos autores son por demás elocuentes y muy gráficos al respecto, pero Ataliates se luce describiendo los horrores de la guerra civil: “… muchos cayeron en uno y otro bando, aunque fueron sobre todo los fugitivos quienes acabaron siendo aniquilados. En esas circunstancias, padres e hijos, como si se borraran las leyes de la naturaleza, no refrendaban sus deseos de borrarse ente sí: el hijo mancillaba su diestra con la muerte del padre y el hermano daba el golpe de gracia al hermano; no hubo piedad ni distingos por lazos de sangre, de hermandad o de origen, y solo cuando depusieron su cólera y su locura báquica, se dieron cuenta de los sucedido y rasgó el aire su lamento”[28].

Consecuencias inmediatas de la batalla: resignación y diplomacia.

Con la llegada de los fugitivos a la capital imperial y, habiendo escuchado los escalofriantes relatos de la batalla por boca de los propios sobrevivientes, Miguel Psellos se debió haber tomado la cabeza a causa del desasosiego. Y es que, habiendo fallado su tercera recomendación, se hizo evidente que las cosas se complicaban para los civilistas, por que el tozudo de Miguel VI tampoco había tomado la precaución de llegar a un acercamiento con el patriarca Miguel Cerulario.

La derrota de Hades fue tan contundente que al legítimo emperador ya no le quedaron ni los medios ni las ganas para volver a levantar un nuevo ejército. Es cierto que aún contaba con la guardia varega y con núcleos importantes de supervivientes, pero incluso el eunuco Teodoro, apenas hubo pisado la capital, se presentó en palacio para disuadir a Miguel VI de arriesgarse a los avatares inescrutables de otra aventura militar. Psellos achaca su cobarde comportamiento al hecho de que, acorde con su modo de ver las cosas, el eunuco había entrado en tratativas secretas con Isaac Comneno para traicionar a su amo. Si ello era cierto o no, al basileo no le quedó otro remedio que recurrir a la segunda sugerencia que Psellos le hiciera antes de la batalla: negociar con el general rebelde.

Pero la diplomacia no es una opción valedera cuando el bando en inferioridad de condiciones ha jugado y perdido su mejor mano en el campo de batalla, entregando toda la ventaja al adversario. Quizá por eso Psellos puso el grito en el cielo cuando Miguel VI le convocó para encabezar una delegación con la misión de marchar al campamento de Isaac y negociar un acuerdo que le salvase la piel. Con la mayor sutileza y esgrimiendo una retórica digna de los antiguos filósofos griegos, el ministro primero intentó explicar lo vano que resultaría una embajada en esas circunstancias, y cuando el emperador le hubo reprendido a causa de su negativa[29], a Psellos ya no le quedó más remedio que justificarse: “Pero, mi emperador, no rechazo tus órdenes para evitar tener que servirte, sino que declino esta misión porque el asunto provoca mis recelos y sospecho que me granjeará muchas envidias. […] El hombre ante el que me ordenas que me presente como emisario es una persona victoriosa que tiene esperanzas muy sólidas puestas en el futuro. No creo que me acoja favorablemente ni que cambie de opinión al escuchar mis palabras. Hablará quizá con altanería y deshonrará mi embajada y me despachará de vuelta sin que yo haya conseguido nada. Entonces las gentes de la corte me acusarán de traicionar las palabras que te di y al mismo tiempo de aumentar las expectativas de aquél hombre, haciendo ver que iba a hacerse enseguida con el poder simplemente por que no aceptó un mensaje del emperador y no quiso negociar con su embajada. Pero si quieres que obedezca tus órdenes envía conmigo en la embajada a otra persona, un miembro del senado, para que todas las palabras que digamos y se nos digan, tanto las nuestras como las del usurpador, lleguen a oídos de la gente en dos versiones complementarias”[30]. De lo que se pueden extraer algunas conclusiones muy interesantes: primero, que Psellos temía correr el riesgo de que ante un eventual fracaso se le endilgara a él solo la responsabilidad del mismo; segundo, que Psellos buscaba despegarse de cualquier acusación de traición previa, llevándose consigo a una camarilla de senadores partidarios de Miguel VI, para que los mismos certificaran luego su leal accionar ante el basileo y, por fin, que, a la vez que se intentaba dejar la imagen que sugería el segundo punto, el grueso de los embajadores iba a entrar en tratativas secretas con el Comneno para provocar la caída del emperador y poner así término a la guerra civil. Un supuesto, este ultimo, que difícilmente se pueda encontrar, ni siquiera a través de una lectura pormenorizada, en la obra de Psellos por razones obvias.

La sugerencia de Psellos fue saludada con beneplácito por el emperador, de modo que a la embajada que se entrevistaría con Isaac Comneno fueron adjuntadas dos destacadas personalidades que el ministro conocía muy bien: Constantino Licudes o Leicudes y Teodoro Alopos[31]. El primero era un clérigo que se había destacado ya bajo el breve reinado de Miguel V (1041-1042), debido a su talento en materias diversas como retórica, leyes y política. Además, bajo el reinado de Constantino IX Monómaco, había conseguido trepar a una posición privilegiada en la corte imperial, desempeñándose como ministro, hasta que los celos del basileo le condujeron hacia un irremisible ostracismo en 1050, cuando fue desplazado en beneficio del logotete Juan. Teodoro Alopos, por su parte, era una persona muy distinguida debido a su sabiduría y elocuencia, que había llegado a ocupar la presidencia del senado (proedros, por tanto). Uno y otro eran miembros de la aristocracia y pertenecían, al igual que Psellos, a la facción de los funcionarios y burócratas. A la embajada, pues, le sobraba talento y capacidad, solo que no tenía margen de acción, tal como se lo había hecho saber Psellos al emperador.

Los tres delegados, antes de partir, recibieron del emperador una carta conteniendo la propuesta para el usurpador, propuesta que ellos, de común acuerdo, modificaron convenientemente. De modo que cuando se embarcaron en Constantinopla, la misiva, reformulada por los emisarios, ofrecía al usurpador la alta dignidad de César a cambio de su promesa de continuar sirviendo al emperador[32]. Confiados sobre la base de un salvoconducto, los emisarios navegaron hasta el fondo del golfo de Nicomedia, donde Isaac Comneno había levantado su nuevo campamento. Allí fueron recibidos por los principales dignatarios del ejército del Este y conducidos a caballo hasta la tienda del usurpador.

Las negociaciones.

Isaac Comneno era una persona habituada a los trajines de la vida al aire libre y, por tanto, más acostumbrado a bruñir escudos y afilar espadas, pero no por ello había perdido los buenos modales y el sentido de la ubicuidad. Habiendo obtenido una rotunda victoria, bien podría haberse mostrado intransigente ante los embajadores de Miguel VI. Pero el hombre reveló una faceta conciliadora, casi desconocida para el común de los generales victoriosos en esas circunstancias, que sorprendió gratamente a la comitiva imperial y ayudó a distender la tensión del momento, previo a la esperada audiencia. A una señal suya, la delegación, encabezada por Psellos, Leicudes y Alopos, se adelantó hacia un escaño elevado donde se hallaba sentado el usurpador. Es interesante la observación que hace Psellos en este punto, refiriéndose a la manera de conducirse de su interlocutor: “Su actitud era no tanto la propia de un emperador como la de un general. En efecto, se incorporó ligeramente ante nosotros y luego nos invitó a sentarnos”[33]. Está claro que Isaac Comneno aún no había sido contaminado por las menudencias de los rituales y el boato de las ceremonias palaciegas que usualmente convertía a aquéllos que detentaban el trono en personajes casi divinos. De allí la sorpresa del “hypatos” de los filósofos.

La audiencia en torno al futuro del Imperio comprendió varias sesiones, matizadas cada una de ellas por la genial pluma de Psellos, que fue testigo directo y parte involucrada del asunto. En la primera, según parece, Isaac Comneno solo se contentó con conocer detalles del viaje de los embajadores y explicarles, con singular vehemencia y a modo de justificación, las razones que le habían impelido a levantarse contra el legítimo emperador. Durante la segunda ronda de negociaciones los embajadores tuvieron la oportunidad de conocer a Juan Comneno, hermano de Isaac y padre del futuro Alejo I Comneno, quien sería emperador entre 1081 y 1118. Psellos le describe como un hombre brillante, de gran valor, versatilidad y eficacia, medido y prudente al hablar y muy respetado por sus soldados y servidores. A una señal del duque Juan, los emisarios ingresaron en una gran tienda donde Isaac les aguardaba sentado en un trono de oro y rodeado por filas de nobles, lugartenientes y aliados, dispuestas en anillos concéntricos, donde los del interior yacían abarrotados de verdaderos próceres, al decir de Psellos. Cuando fueron por fin autorizados a hablar, uno por vez, Leicudes y Alopos cedieron su turno a Psellos, que se despachó de inmediato con un exordio, decidido a explicar en detalle las bondades que conllevaba la dignidad de César para la persona que tuviese la dicha de detentarla (Isaac, para el caso que nos ocupa). Según parece, sus palabras fueron acogidas con tímido entusiasmo por la primera línea de colaboradores y nobles, mas los comandantes, capitanes y lugartenientes que se hallaban apostados en los círculos más extremos respecto del Comneno empezaron a abuchearle aduciendo que no aceptarían para su líder otra dignidad que no fuese la que procedía de la diadema imperial. Puesto en aprietos por la ofuscada multitud que se negaba a aceptar esta primera concesión, Psellos decidió entonces subir la apuesta y jugar su mejor carta: ofrecer a Isaac la adopción que había prometido Miguel VI, esto es, acogerle como sucesor para su cargo frente las apetencias y el derecho de cualquier otro candidato. A lo que el gentío se mostró escéptico sobre todo cuando algunos de los presentes se negaron a creer que el legítimo emperador llegaría al punto de desplazar a un hijo propio en beneficio de Isaac. Una vez más la elocuencia y retórica de Psellos, enfocadas en una oportuna comparación con los tiempos de Constantino I el Grande, lograron devolver la tranquilidad al cónclave y apaciguar el ánimo de los más exaltados. Luego, arguyendo que era mejor ingresar a palacio con la dignidad de César y la promesa de sucesión asegurada que como usurpador consumado, el hábil ministro cerró su oratoria, tras lo cual la asamblea fue disuelta para evitar tumultos.

Las aspiraciones secretas de Isaac.

Ni bien la multitud se dispersó y el silencio volvió a ocupar el centro de la escena, Isaac llamó en privado a los embajadores imperiales. Su iniciativa de convocarles a espaldas de su séquito llenó de desconcierto y aprehensión al grupo liderado por Psellos, que no atinó a otra cosa que a mantenerse expectante. De modo que cuando el usurpador abrió la boca y empezó a elaborar su elucubración, ellos no pudieron dar crédito a lo que estaban escuchando.

“Si Ustedes me pueden asegurar que transmitirán un secreto al emperador, entonces yo les diré lo que está oculto en mi corazón” (Zonarás, 18.3.6).

“Yo no busco el poder imperial, me basta con la dignidad de César. Que me envíe pues el emperador una segunda carta diciéndome que no cederá el poder a otra persona cuando se vaya de esta tierra, que a ninguno de los que ha hecho conmigo esta campaña les privará de los honores que ambiciona y que compartirá conmigo la potestad imperial, para que pueda, si quiero, honrar a algunos con algunas dignidades civiles de menor rango y ascender a otros a puestos de mando en el ejército” (Miguel Psellos, Cronografía, Pág. 372)[34].

Dicho lo anterior, Isaac dio por cerrado el tema e invitó a los emisarios a cenar con él en privado. La siguiente etapa de las negociaciones tendría lugar en Constantinopla de modo que todos se relajaron para aprovechar el convite y disfrutar de la hospitalidad del Comneno.


[1] Ya bajo el reinado de Romano III Argiro (1028-1034), eparca de Constantinopla antes de su casamiento con Zoe, la aplicación de la legislación contra el latifundio había recibido el primer golpe mortal con la supresión del impuesto adicional sobre las tierras campesinas abandonadas, en virtud del cual los poderosos debían afrontar al pago de tributos correspondientes a campesinos insolventes que se habían visto obligados a abandonar sus parcelas. Como miembro de la aristocracia civil, Romano III no se sintió motivado a continuar con una política que era contraria a sus intereses y a los intereses de la clase que representaba.

[2] El caso emblemático es el de Eustacio Maleinos, un rico terrateniente de Capadocia, a quien Basilio II despojó de sus bienes y condujo cautivo a Constantinopla por el simple hecho de haber impresionado con su poder al basileo.

[3] En virtud del colonato, un pequeño agricultor libre trabajaba las tierras de otro sobre la base de un acuerdo concertado, recibiendo por ello el nombre de colono. Con el paso de los años, dichos colonos acabarían dependiendo cada vez más de los latifundistas.

[4] El patrocinium era un sistema ampliamente difundido en el siglo IV mediante el cual un contribuyente, resistiéndose a ser absorbido por el latifundio, dejaba de pagar sus impuestos al fisco romano mientras se colocaba bajo la protección de un poderoso, muchas veces, un jefe militar. Otra definición, un tanto más simple, sería la siguiente: sistema por el cual las personas, en tanto que individuos o aglutinadas como comunidad, piden ayuda a aquéllos que le están haciendo la vida imposible.

[5] Los Balcanes acabaron incorporándose a los dominios de Bizancio en el tramo final del reinado de Basilio II Bulgaróctonos (976-1025).

[6] Georg Ostrogorsky, “Historia del Estado Bizantino”, Pág. 317, Akal Editor, 1984.

[7] Miguel Ataliates, “Historia”, Cap. VII, Miguel VI Estratiótico. Inmaculada Pérez Martín, ISBN 84-00-08014-9.

[8] Miguel Psellos, “Cronografía o Vida de los emperadores de Bizancio”, Pág. 354. Editorial Gredos S.A., 2005, ISBN 84-249-2754-0

[9] Ibid, Págs. 354 y 355.

[10] Según Juan Skylitzes, luego del extraño suceso que derivara en el cegamiento de Brienio a manos de Opsaras, Isaac Comneno agrupó a sus fuerzas en Kastamuni donde fue proclamado emperador en junio de 1057, ante la presencia de Nicéforo Botaniates, Romano Skleros y de un sobrino de Romano III Argyro, quien fuera emperador entre 1028 y 1034. Desde Kastamuni las fuerzas rebeldes se movieron hacia Gounaria, reclutando a cuanto voluntario hallaron a su paso.

[11] Juan Xifilinos y Juan Mauropos.

[12] Miguel Psellos, “Cronografía o Vida de los emperadores de Bizancio”, Págs. 355 y 356. Editorial Gredos S.A., 2005, ISBN 84-249-2754-0

[13] Siempre, bajo la óptica de Miguel Ataliates, ya que según Psellos tal desbande nunca llegó a producirse.

[14] Teodoro, un eunuco al servicio de la emperatriz Teodora (1042 y 1055-1056), había sido promovido por ésta al rango de senador y luego a presidente del Senado. Sin embargo, sus habilidades y/o influencias también le habían llevado a desempeñarse como domestico del Este, domestico scholae del Este, proedros y estrategos autocrator.

[15] Si nos atenemos a las palabras de Juan Skylitzes, Teodoro avanzó posteriormente desde Nicomedia, acampando en el monte Sofón, a la vez que despachaba un regimiento para apoderarse del puente sobre el río Sangario.

[16] Existía en el siglo XI una bifurcación de caminos que ascendían desde Nicea, hacia el litoral del mar de Mármara y los estrechos: una, la de la derecha, trepaba directamente hacia la antigua capital imperial de Nicomedia, mientras que la otra, subiendo en sentido sudeste-noroeste, pasaba por un viejo fuerte llamado Ciboto (Civetot por los latinos) y por una localidad costera conocida como Helenópolis. Sin contar con más detalles acerca de la ubicación real de la enigmática Polemón y Hades que menciona Ataliates, existe una alta probabilidad que la batalla haya tenido lugar muy cerca de Nicea (Ataliates señala que a diez estadios de ella) y sobre la primera ruta mencionada.

[17] Aaron era hermano de Alusian e hijo del zar búlgaro, Juan Ladislao (1015-1018). Su carrera en la armada bizantina se había iniciado bien temprano, ejerciendo cargos en distintas latitudes del Imperio: duque de Ani e Iberia, duque de Mesopotamia, gobernador y catepano de Vaspuracán, magistros, patricio, proedros, protoproedros y anthypatos o procónsul.

[18] Basilio Tarchaniotes era un general con autoridad sobre los ejércitos del Oeste, posiblemente con jurisdicción sobre Macedonia, al que Skylitzes caracteriza como muy distinguido en nobleza, sabiduría y experiencia.

[19] Rodulfo el Franco o el Normando era un líder mercenario al que los bizantinos le habían honrado con la dignidad de Patricio.

[20] Pnyemios el Íbero, por su parte, era un militar originario de Georgia, que había ocupado el puesto de líder de las fuerzas del thema de Carsiano.

[21] Lycanthes era un militar que había hecho su carrera prácticamente en los cuarteles y bases de Asia Menor, en Pisidia, Lykaonia y Anatolikon (líder de los regimientos tagmatas), aunque también detentaba la dignidad de patricio. Posiblemente se trate de uno de los comandantes que, en vísperas de la batalla y tras los sucesos acontecidos entre Brienio y el delegado imperial encargado de la distribución de las soldadas, se pasara a las filas de Miguel VI, lo que convalidaría la hipótesis de Ataliates sobre las defecciones en el bando de Isaac Comneno.

[22] Maurokatakalos era un comandante militar de menor jerarquía que Miguel VI había adjuntado a la plano mayor de la expedición.

[23] Katzamountes o Katzamoundes, al igual que Maurokatakalos, había sido convocado como comandante de segunda línea por el legítimo basileo.

[24] Romano Skleros había sido vecino del estratego y comandante en jefe de las fuerzas de Italia, el legendario Jorge Maniaces, en el thema de Anatolikon, donde ambos eran propietarios de grandes extensiones de tierra.

[25] Psellos revela el nombre del eunuco Teodoro unos párrafos después.

[26] Miguel Psellos, “Cronografía o Vida de los emperadores de Bizancio”, Pág. 358. Editorial Gredos S.A., 2005, ISBN 84-249-2754-0

[27] Miguel Ataliates, “Historia”, Cap. VII, Miguel VI Estratiótico. Inmaculada Pérez Martín, ISBN 84-00-08014-9.

[28] Miguel Ataliates, “Historia”, Cap. VII,  Miguel VI Estratiótico. Inmaculada Pérez Martín, ISBN 84-00-08014-9.

[29] En realidad Miguel VI, en respuesta a la negativa de Psellos de aceptar sus directrices, le acusó de cobardía y deslealtad.

[30] Miguel Psellos, “Cronografía o Vida de los emperadores de Bizancio”, Págs. 361 y 362. Editorial Gredos S.A., 2005, ISBN 84-249-2754-0.

[31] Tanto Psellos como Zonarás y Skylitzes mencionan el asunto de la embajada en sus textos.

[32] Miguel Psellos, “Cronografía o Vida de los emperadores de Bizancio”, Pág. 363. Editorial Gredos S.A., 2005, ISBN 84-249-2754-0.

[33] Miguel Psellos, “Cronografía o Vida de los emperadores de Bizancio”, Pág. 364. Editorial Gredos S.A., 2005, ISBN 84-249-2754-0.

[34] Uno de los pedidos más sugerentes que Isaac Comneno hizo en esos momentos a la delegación fue la destitución del protosynkellos León Paraspondylos, cuyo trato para con ellos en su última visita a palacio había sido ofensivo y deplorable.

Fuentes documentales:

a) Primarias.

Miguel Psellos, Vida de los Emperadores de Bizancio o Cronografía, Editorial Gredos S.A., 2005, ISBN 84-249-2754-0.

Ana Comneno, La Alexiada, Editorial Universidad de Sevilla, traducción a cargo de Emilio Díaz Rolando, ISBN 84-7405-433-8.

Juan Skylitzes, “Sinopsis de la Historia Bizantina, 811-1057”, traducido por John Wortley, Cambridge University Press 2010, ISBN 978-0-521-76705-7.

Miguel Ataliates, Historia, Inmaculada Pérez Martín, España, ISBN 84-00-08014-9. 2002.

Juan ZonarasLibro de los Emperadores, versión aragonesa del compendio de Historia Universal patrocinada por Juan Fernández de Heredia, Prensas Universitarias de Zaragoza, España, 2006. ISBN 84-7733-826-4.

b) Secundarias.

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E. Patlagean, A. Ducellier, C. Asdracha y R. Mantran, Historia de Bizancio, Crítica Barcelona, 2001, ISBN 84-8432-167-3.

Warren Treadgold, Breve Historia de Bizancio, Paidós, 2001, ISBN 84-493-1110-1.

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Carlos Diehl, Grandeza y Servidumbre de Bizancio, Espasa-Calpe SA, Colección Austral, 1963.

John Julius Norwich, Breve Historia de Bizancio, Cátedra Historia Serie Mayor, 1997, ISBN 84-376-1819-3.

Claude Cahen, El Islam, desde los orígenes hasta los comienzos del Imperio Otomano, Editorial Siglo Veintiuno, 1975, ISBN 83-323-0020-9

Joseph M. Walter, Historia de Bizancio, Edimat Libros S.A., ISBN 84-9764-502-2.

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Catherine Holmes, Basil II and the governance of the empire, Oxfrod University Press, 2005. ISBN 0-19-927968-3.

Autor: Guilhem W. Martín. ©

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