IMPERIO BIZANTINO

Historia de Bizancio enfocada principalmente en el período de los Comnenos

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La crisis del Imperio Romano en el siglo IV

Posted by Guilhem en febrero 13, 2012

La crisis del Imperio Romano en el siglo IV.

Extracto: En el siglo IV el Imperio Romano sufrió una serie de calamitosas y dramáticas transformaciones, fruto de sus propias contradicciones internas. Crisis del modo de producción esclavista, propagación del colonato en su reemplazo, decadencia del ejército, instauración del cristianismo, surgimiento del movimiento de los bagaudas (los Bacaudae) en Galia, las primeras grandes invasiones bárbaras, revueltas palaciegas, el encumbramiento del patronato o patrocinium, entre otros factores, todo se confabuló para señalar la irremediable y pronunciada cuesta abajo del estado de los césares, cuya sección occidental finalmente caería con más pena que gloria, en 476.


Los cambios provocados por la crisis de la esclavitud.

Las grandes conquistas que desde los tiempos de Julio César habían convertido a Roma en la capital del mundo mediterráneo, colocaron una ingente masa de esclavos a disposición de las clases poderosas que componían la elite de la sociedad latina. La despiadada explotación que se hizo de los esclavos constituyó la base del poderío económico del Imperio durante sus dos primeros siglos de existencia. Pero la vigorosa expansión de los inicios a poco se ralentizó, ingresando en una severa crisis con los últimos Antoninos y tocando a su fin con sus sucesores, los Severos. Como consecuencia de ello, al no producirse nuevas conquistas de fuste, los recursos que demandaba aquél modo de producción empezaron a llegar en cuentagotas. La reposición de mano de obra barata ofreció, por tanto, enormes problemas a los terratenientes, quienes, de pronto, dejaron de alimentar a un sector de las fuerzas humanas a ellos sometidas para paliar los problemas de numerario que afrontaban.

La decadencia del régimen esclavista se agravó aún más con la llegada del siglo IV. Principales víctimas de la debacle fueron las provincias occidentales del Imperio, donde dicho modo de producción había echado raíces más profundas que en Oriente. Por doquier empezaron a surgir nuevas fuerzas, como los terrazgueros y los colonos. Es que a la dificultad de aprovisionamiento antes señalada, se añadieron otras, entre ellas, que el esclavo era mal trabajador y su rendimiento, por ende, sumamente bajo. Bien pronto el sistema del colonato, como forma de explotación, vino a desplazar a la esclavitud a un papel secundario. Tuvo mucho que ver en ello la actitud del latifundio que, en un acto reflejo, demostró tener un celo especial por incrementar el número de colonos sometidos a servidumbre, como paliativo ante el descenso del “inventario” de esclavos.

Cacería de tigres para el abastecimiento del circo romano. Mosaico.

La desesperada medida contribuyó a atemperar provisionalmente la desorganización económica del estado de los césares en lo referente a sus cuadros básicos de la pirámide social. También ayudaron en ello algunas resoluciones adoptadas en simultáneo por los emperadores que sucedieron a Diocleciano (284-305), todas tendientes a reformular el sistema fiscal, el aparato burocrático y administrativo, e inclusive al ejército mismo. Precisamente, la reestructuración de las fuerzas armadas fue una de las reformas más destacadas de este período. En este sentido se crearon fuerzas móviles en el interior del Imperio, los comitatenses, lo que supuso una mayor reserva militar y, a la vez, un soporte confiable para la sustentación del poder central. A la par de ellas sobrevivieron, entretanto, las tropas de ocupación de fortalezas, mejor conocidas como limitanei, cuyo número fue aumentado por Diocleciano y más tarde vuelto a reducir por orden de Constantino (306-337), en beneficio de los comitatenses. Inclusive desapareció la poco fiable guardia pretoriana, cuya función fue en adelante desempeñada por una facción de los comitatenses.

El Imperio de Diocleciano (284-305)

La reorganización de la milicia prosiguió luego con la reformulación de los altos mandos. Hasta Diocleciano el ejército había poseído dos comandantes: el magister peditum o jefe de la infantería, y el magister equitum o jefe de la caballería. En tiempos de Constantino I el Grande se suprimió tal división, instituyéndose en su lugar la figura del magister equitum et peditum praesentalis que, al igual que sus antecesores, fue un cargo estrictamente militar que mantendría incólume su esencia hasta el advenimiento del exarcado. La idea era obviamente impedir que en pocas personas se concentrara todo el poder civil y militar como había sucedido en los tiempos de la anarquía. En la parte oriental del Imperio el sistema continuó evolucionando hacia una seudo-especialización por regiones geográficas al aparecer los magistri militum per Orientem, per Thracias y per Illyricum, cargos todos ocupados por comandantes con autoridad circunscripta a sus respectivas jurisdicciones, es decir, Oriente, Tracia e Iliria. Bajo el mando de los magistri militum se hallaban los comitatenses comprendidos en el radio de sus jurisdicciones y los dux o duces, jefes de destacamentos militares fronterizos de cada provincia. La guardia de palacio, entretanto, dependía de dos magistri militum praesentalis. Finalmente el emperador estaba en lo más alto de la jerarquía castrense detentando un rango similar al de comandante en jefe de las fuerzas armadas imperiales.

Los recursos necesarios para sufragar las nuevas erogaciones militares se obtuvieron a partir de una amplia reforma fiscal. A tal fin, el imperio fue dividido en parcelas llamadas juga y capita. Dependiendo de si la división contemplaba la unidad de tierra o la cantidad de mano de obra necesaria para trabajarla, la parcela se llamaba juga o capita respectivamente. En última instancia era el emperador quien determinaba el monto de impuesto que habría de pagarse por cada unidad de tierra, el que variaba acorde con las necesidades del presupuesto estatal.

Escena de la vida bucólica pastoril. Mosaico del gran palacio de Bizancio.

Los cambios producidos en el campo económico, militar y fiscal devolvieron cierta solidez al Imperio y se hicieron patente bajo el reinado de la dinastía fundada por Constantino el Grande o nueva dinastía Flavia[1], cuando se alcanzó cierta estabilidad institucional. En este sentido se pudieron observar progresos en materia económica y en el comercio de corta y mediana distancia; por otra parte la presión de los bárbaros fue momentáneamente neutralizada lo que favoreció consecuentemente un incremento en la actividad manufacturera y agropecuaria. Pero a la par de lo anterior se manifestaron, casi de manera imperceptible al principio, algunos síntomas poco alentadores. La riqueza tendió a concentrarse cada vez más en manos de los grandes terratenientes y de la Iglesia y los monasterios (esto último, sobre todo en la segunda mitad del siglo IV), mientras el número de pequeñas fincas declinaba al no poder sus propietarios afrontar las nuevas cargas fiscales. Por otra parte, el movimiento de los bagaudas o bacaudae, nacido de la disconformidad de las clases más pobres frente a la opresión de los terratenientes, en tiempos de Cómodo (180-192), volvió a surgir intermitentemente a lo largo del siglo IV. Los emperadores solo consiguieron éxitos efímeros frente a este nuevo enemigo interno: Cómodo primero y Diocleciano después, se tuvieron que empeñar al máximo para restablecer el orden. Pero nuevamente bajo Valentiniano I (364-375) los bacaudae fueron lo suficientemente fuertes como para plantar cara a las legiones de Galia e Hispania. Su singular manera de acometer las campañas de pillaje llegó a representar un quebradero de cabeza para los generales romanos: divididos en bandas pequeñas, los forajidos rehuían siempre el combate en campo abierto, donde los soldados romanos tenían la ventaja de su preparación y equipo. Entre sus objetivos principales estaban las grandes fincas y los villorrios, de los que obtenían todos aquellos productos que no podían desarrollar en su medio, el bosque.

El concilio de Nicea, Constantinopla y el triunfo del Cristianismo: Constantino I el Grande.

El reinado de Constantino I el Grande, además de producir algunas reformas castrenses y fiscales de singular importancia, estuvo signado por dos hechos fundamentales sino fundacionales. Por un lado, el Concilio de Nicea (posterior al famoso edicto de Milán, que proclamaba la libertad de cultos en 313) y por el otro, el desplazamiento de la capital imperial hacia Oriente. Uno y otro moldearían la epidermis y el carozo del estado romano en cuestión de unos pocos decenios.

En el año 325 Constantino tuvo la oportunidad de recrear bajo su égida el papel de cabeza del paganismo, Pontifex Maximus en otras palabras, pero ahora presidiendo un cónclave cristiano celebrado en la ciudad de Nicea, en calidad de concilio ecuménico. A la cita acudieron, además del emperador, unos trescientos obispos con la misión de examinar y dirimir la tesis del arrianismo que estaba minando por dentro la unidad de la nueva Fe. Entre los principales asistentes se hallaban el delegado papal Osio, obispo de Córdoba, y San Atanasio, llamado “el campeón de la ortodoxia”. Bajo la atenta mirada de Constantino fue abordada la espinosa cuestión de la consubstancialidad del Hijo con el Padre. El sacerdote Arrio, procedente de Alejandría, tuvo la ocasión de defender su tesis que tanta disensión había sembrado en las provincias orientales. En virtud de la misma, Dios y Jesús eran sustancia diferente, con lo que el presbítero alejandrino negaba la divinidad de Cristo. Luego de reñidas y agotadoras discusiones los obispos proclamaron la naturaleza trinitaria de Dios. Constantino apoyó la decisión y la doctrina arriana fue tildada de herética y condenada. La fórmula nicena, en tanto que dogma, se sancionó oficialmente poco tiempo después[2].

Lejos de aportar una solución definitiva al conflicto, la sentencia del primer concilio ecuménico azuzó el descontento entre los seguidores de Arrio. Los defensores de la ortodoxia, encabezados cuando no por Atanasio, habían subestimado el problema lo mismo que el poder de los arrianos, y muy pronto tuvieron que hacerse la idea que la extirpación de la herejía llevaría mas tiempo que el deseado. Hasta el mismo emperador llegó a la conclusión que era imposible eliminar el arrianismo de un solo golpe, y para pacificar al menos superficialmente al Imperio, exigió ala Iglesiaque volviese a admitir al sacerdote de Alejandría en su seno, todo lo cual no hizo más que generar resquemores y rechazo en las filas ortodoxas. Atanasio, completamente disgustado con el emperador, pasaría el resto de sus días, hasta su muerte, acaecida en 373, luchando a favor del dogma niceno.

La importancia del concilio del año 325 radica en el hecho de que, a través de su participación, Constantino sentó las bases del “cesaropapismo”. Desde entonces, existiendo un precedente como el de Nicea, los césares se atribuirían el derecho de convocar concilios para resolver diferendos en el seno de la Iglesia, lo que equivalía en otros términos a subordinar al estado los asuntos internos de aquella. La intromisión del poder político a través de la figura del emperador, daría un trámite más expeditivo a las decisiones sobre cuestiones de dogma, pero al mismo tiempo el estado romano se vería envuelto en las disputas teológicas que, esporádicamente, arreciarían a todo lo largo y ancho de su territorio. Naturalmente, tanto el poder político como el religioso cosecharon beneficios del nuevo sistema de relaciones planteado entre ellos; de pronto el emperador encontró en la religión cristiana la vía ideal para unificar el Imperio y aumentar, al mismo tiempo, su poder absoluto. Como contrapartida, la Iglesia obtuvo ingentes medios materiales y, lo más importante, el apoyo del estado contra el arrianismo y otras herejías que no tardarían en aparecer (Donatismo, Priscilianismo, Pelagianismo, Nestorianismo, Monofisismo, etc.).

En cierta manera, las consecuencias del concilio de Nicea también dejaron notar su influencia en la política de estado implementada por Constantino. En la tercera década del siglo considerado, el peligro godo en la provincia danubiana de Mesia y la mayor vitalidad del Oriente romano, indujeron al emperador a mudar el centro político del Imperio hacia el Este. Después de reunificar el país, Constantino escogió a la ciudad de Nicomedia para instalar su gobierno. Pero disconforme con el sitio elegido, empezó a construir una nueva capital sobre la ciudad griega de Bizancio, una antigua colonia fundada por Byzas entre el Cuerno de Oro y la Propóntideo Mar de Mármara, en la orilla europea del Bósforo. La capital quedó terminada hacia comienzos del año 330 y el 11 de mayo fue inaugurada con toda solemnidad. El soberano la bautizó con el nombre de “Nueva Roma”, denominación que, con el paso del tiempo, habría de ceder ante la “Konstantinou polis” de los griegos y la “Constantinopolis” de los latinos.

Situada estratégicamente en la encrucijada entre Europa y Asia, Constantinopla no tardaría en opacar la grandeza de Roma. Varios factores contribuirían a ello: la urbe ocupaba un solar clave para dominar con comodidad el tráfico comercial entre Oriente, la antigua Escitia, y Occidente, sin considerar que era la llave de paso entre el Mar Negro y el Mediterráneo. Por otra parte, el lugar escogido era fácil de defender lo que, sumado a una muralla acorde al rango de la ciudad, ponía a la nueva capital en una situación inmejorable para despegar económicamente y convertirse, al cabo, en una metrópoli. Constantino se había percatado de ello, por lo que no escatimó en gastos cuando mandó a levantar un muro protector de varios kilómetros de largo que encerraba todo el perímetro de la flamante capital. Dentro del recinto amurallado, las obras comprendieron la erección de un foro, del edificio del senado y del palacio imperial, todo lo cual se logró gracias al trabajo de los esclavos. En las instalaciones del foro, el emperador hizo edificar una columna rematada en lo alto con una estatua de Apolo que fue muy pronto reemplazada por una suya propia, dado el avance implacable del cristianismo. Muy cerca de allí, a menos de un kilómetro de distancia en dirección sudeste, fue marcado y construido un hipódromo que se destinó a las carreras de carros. Se dotó también a la ciudad de los correspondientes baños, teatros, graneros, cisternas, plazas, jardines, embalses, muelles y malecones, echándose inclusive mano a estatuas y monumentos de otros sitios con tal de embellecer la Nueva Roma. La fe cristiana que venía ganando terreno al paganismo tras la batalla del Puente Milvio facilitó a su vez la rápida proliferación de iglesias. Habitada en su mayoría por griegos y abierta a un formidable proceso de cristianización, Constantinopla pronto se moldearía bajo el símbolo de la cruz convirtiéndose en la primera capital cristiana del mundo antiguo.

El imperio y sus contradicciones internas. El patrocinium.

Cristianización, controversias cristológicas, disputas dogmáticas, concentración de la riqueza, declinación de la esclavitud y barbarización del ejército son algunas de las características de la época del Bajo Imperio. Pero no todas; a partir de la muerte de Constantino I comenzaron a surgir nuevas dificultades cuyo efecto combinado puso nuevamente en jaque la estabilidad del estado romano. La duplicación de los cuadros del ejército y el desmesurado crecimiento del número de burócratas que tuvieron lugar a principios del siglo IV, insumieron la mayor parte de los recursos imperiales. A poco, el número de contribuyentes resultó insuficiente para cubrir las necesidades de la tesorería. El gasto público superaba con creces los ingresos fiscales y las arcas pronto manifestaron los síntomas de la acuciante realidad cuando comenzaron a vaciarse.

La reforma fiscal de Diocleciano había determinado que el grueso del peso impositivo recayese sobre la tierra. Por ende, a fin de reducir el déficit de tesorería, el poder central incrementó el monto del impuesto que debía pagarse por unidad de tierra (ya sea que se tratase de juga o capita), siempre en proporción directa al incremento de los gastos. Los contribuyentes no tuvieron más remedio que aceptar las nuevas reglas, y aunque el latifundio alzó su voz en señal de protesta, pronto se allanó y acabó cumpliendo con su parte en las obligaciones con el fisco. En cambio los pequeños propietarios no pudieron soportar las nuevas cargas y muchos se vieron forzados a vender sus fincas. Como la inversión en el campo era la principal fuente de riqueza, las tierras fueron rápidamente adquiridas por los poderosos terratenientes. Desde entonces el crecimiento de las grandes propiedades y la acumulación de la renta en manos de unos pocos adoptaron un ritmo vertiginoso. El drástico incremento de la carga tributaria elevó entretanto el número de deudores del estado. La gran mayoría, perseguidos y hostigados por los recaudadores de impuestos, buscaron refugio en la Iglesia y los monasterios dejando abandonados sus terruños.

Tras la muerte de Constantino I, la proporción de fincas abandonadas como consecuencia de la presión fiscal se incrementó de manera alarmante. El estado pretendió reaccionar dictando la épibolé o adiectio, cuya finalidad era traspasar a los pequeños y grandes propietarios, en tanto que colectividad, las obligaciones tributarias por las tierras sin dueño. En otras palabras, las tierras de poco valor, no cultivadas o abandonadas por agricultores fugitivos, fueron asignadas a los propietarios vecinos con la obligación de trabajarlas (en calidad de arrendatarios) y pagar el correspondiente impuesto generado por su tenencia y producción. La solución parecía buena, dado que permitía el reingreso de tierras ociosas al circuito productivo, pero, sin embargo, el mecanismo adolecía de un grave defecto: los pequeños propietarios, sin el equipamiento necesario ni el tiempo suficiente, pronto se desencantaron y, a poco, se abstuvieron de trabajar otra tierra que no fuera la propia. Así, pues, con las manos libres y sin la competencia del minifundio, los grandes terratenientes fueron a la larga, los principales favorecidos de esta nueva legislación. Tanto más por cuanto en un breve lapso de tiempo hallaron la manera de evadir las cargas fiscales por el trabajo en las nuevas fincas. La institución posterior de la constitutio del 371 fue estatuida como complemento de la anterior, y con ella se buscaba prohibir que los individuos rechazaran las tierras no trabajadas que formasen parte de una herencia. Pero la legislación fiscal contemplaba también impuestos a la producción, como era el caso de la iugatio. De acuerdo a esta modalidad, el contribuyente tributaba en función del número de vides plantadas en una parcela. Si dicho número superaba una cifra preestablecida, la ganancia adicional debía ser ingresada al fisco en concepto de iugatio. La reacción de los campesinos fue destruir el excedente de vides para no afrontar la nueva carga fiscal, a lo que el estado replicó decretando la pena de muerte y la confiscación de todas las propiedades contra los contribuyentes que adoptasen tal proceder. No conforme con ello, en el 392, el gobierno central, impresionado por la creciente evasión fiscal, dictó un decreto prohibiendo a la Iglesia dar asilo a los deudores del fisco que habían debido abandonar sus tierras por no poder afrontar los aumentos dispuestos en el caso de la juga y la capita.

La obstinada política persecutoria del fisco romano no hizo otra cosa que exacerbar la evasión. Para evitar las acuciantes cargas tributarias, los latifundistas recurrieron pronto al soborno, corrompiendo a altos funcionarios que, en suma, procedían del mismo estrato social que ellos. Con lo que muchas veces llegó a darse el caso de agentes fiscales que al mismo tiempo eran propietarios de grandes latifundios. Entretanto, el estado se ensañaba con los contribuyentes no morosos para compensar la porción impaga de tributos, devenida del abandono de tierras o de la evasión que generaba la misma corrupción. Un verdadero círculo vicioso cuyo ciclo se aceleraba por la propia inoperancia y negligencia de la burocracia.

Uno de los recursos al que se aferraron los pequeños propietarios para eludir la avidez de los recaudadores de impuestos fue el patrocinium. La institución en cuestión comprendía una amplia gama de relaciones entre el patronus o patrón y el patrocinia o protegido. La más común era una relación de dependencia que se manifestaba ni bien el campesino entregaba sus tierras a un hacendado y se convertía en su arrendatario. Se llegaron a producir casos en que aldeas enteras se colocaban bajo la égida de un jefe militar o de un terrateniente para eludir las cargas fiscales. Como contrapartida, los protegidos acabaron hundiéndose cada vez más en la estructura de la pirámide social, cosa que el mismo estado convalidó en el 415, cuando Honorio, mediante una contitutio, les degradó a la condición de siervos.

Cacería con perros. Mosaico del gran palacio imperial de Bizancio.

Temeroso de perder sus prerrogativas y derechos, el estado promulgó una serie de decretos tendientes a contener la expansión del patrocinium. Así, por ejemplo, en 370, se estableció el castigo corporal para todos aquellos campesinos que acudieran a un terrateniente en busca de protección, además de una multa equivalente a 25 libras de oro para los latifundistas que accedieran a protegerles, más un adicional del cincuenta por cien de la cantidad que hubiesen percibido a cambio de la protección brindada. Bajo el reinado de Honorio se llegó inclusive a prohibir la instauración de nuevos patrocinia al mismo tiempo que se empujaba a los patronus existentes a cubrir los impuestos debidos por sus protegidos. En su intento por esquivar la voracidad fiscal, los terratenientes se volcaron masivamente a la contratación de buccellarii, soldados privados en su gran mayoría de origen bárbaro. Gracias a ello no solo consiguieron su propósito al lograr inmunidad fiscal sino que, a poco, acabaron desempeñándose ellos mismos como agentes fiscales. Y, a la vez que disponían de sus protegidos como siervos y se quedaban con sus tierras, los patronus empezaron a perfilarse como el antecesor directo de los señores feudales del medioevo.

Los efectos de la crisis fiscal sobre el ejército.

La manera en que la estrechez financiera de la tesorería influyó en el campo militar fue por demás elocuente. Mientras la alta burocracia amasaba enormes fortunas gracias a la corrupción, a las inmunidades fiscales conseguidas y a la venta de cargos, las partidas destinadas a seguridad presentaban porcentualmente en el presupuesto lo niveles más bajos en la historia de Roma. La dejadez llegó inclusive a afectar el sistema de reclutamiento, al punto de acercar a las filas de las fuerzas armadas a recursos de bajísima calidad que, para colmo de males, fueron a parar a los cuadros de los limitanei. Había ya muy pocos soldados profesionales adiestrados a la vieja usanza del riguroso servicio militar implantado por Augusto. En cambio la proporción de bárbaros y de colonos agrícolas forzosos era enorme. La cruda realidad se hizo patente especialmente cuando Juliano, césar en 357, derrotó a los alamanes en Estrasburgo con un ejército de tan solo 13 mil hombres frente a los casi 40 mil del enemigo. En los tres años siguientes únicamente la pericia y el buen tino de Juliano permitirían asegurar la frontera del Rin, frente a Germania. Fue un periodo especialmente aciago, sobre todo para los limitanei que, atrincherados en la frontera y agazapados tras empalizadas, debían llevar sobre sus hombros la mayor parte del peso de la lucha. Las comitatenses, entretanto, retozaban engordando en sus cuarteles, próximos a la residencia imperial, despertando con su pereza el asombro del historiador Amiano Marcelino: “conociendo su enorme costo, uno no puede menos que sentirse deprimido viéndolas luchar sin ningún arrojo”[3].

El imperio Romano en el año 337

En la decadencia del ejército tuvo mucho que ver también la creciente barbarización sufrida por sus filas, que se incrementó desde principios del siglo IV. El alistamiento de cuadros completos de mercenarios extranjeros fue adoptado por primera vez por Constantino I en respuesta a la escasez de soldados de sangre romana. Su ejemplo sirvió como fuente de inspiración para sus sucesores quienes también optaron por otras alternativas como levantar verdaderos regimientos integrados exclusivamente por bárbaros. A la larga ello determinaría el empleo del termino barbari en tanto que sinónimo de soldado. Dado que, en la mayoría de los casos, los reclutas de peor contextura física iban a parar a las filas del exercitus limitaneus, la disminución en la calidad de la fuerza obligaría a los romanos, en tiempos de Teodosio I, a transferir ingentes subsidios a los jefes bárbaros para comprar su ayuda militar y, de paso, lograr tranquilidad en las fronteras. Honorio, hijo y sucesor de Teodosio, perfeccionaría aún más dicho sistema, que terminaría decantando hacia la forma más segura y efectiva del foedus o pacto, en virtud del cual el estado romano, mediante el pago de soldadas y el suministro de víveres, se aseguraba la incorporación de los germanos como auxiliares del ejército imperial.

La debacle de la gran maquinaria bélica imperial, acentuada por la barbarización se completó con la introducción en su seno de colonos agrícolas forzosos. De acuerdo a la nueva normativa, los propietarios de parcelas tenían la obligación de suministrar un soldado por cada grupo de juga o capita. Obviamente para los pequeños labradores no hubo opciones frente a la obligatoriedad de marchar a reclutarse ya que si para los terratenientes, que encontraron muy rápido la forma de eludir el servicio militar entregando a un colono en su lugar. Viendo el problema planteado con los minifundistas, el estado pretendió solucionar dicha inequidad permitiendo a los colonos redimirse mediante el pago del aurum tironicum, un impuesto fijado en el orden de los 36 solidos de oro, cuyo destino final era la contratación de un soldado profesional. Pero inclusive aquí surgieron innumerables fraudes. Por otro lado, la entrega de un recluta daba derecho a la deducción de una unidad fiscal cuando la procedencia de aquél era local. Hecha la ley, hecha la trampa: los propietarios de parcelas no dudaron un instante en traer extranjeros para entregarles en reemplazo de sus colonos, de manera que el beneficio por evasión era doble; por un lado no se desprendían de mano de obra especializada y, por el otro, accedían mediante el fraude a la deducción fiscal correspondiente. La aparición de largos listados que incluían nombres falsos y por tanto, reclutas inexistentes, idea y maquinación de un sinnúmero de funcionarios corruptos que pretendían con ello cobrar los annonae, fue la frutilla del postre en el ámbito del aurum tironicum.

Alimentando los animales de carga. Mosaico del gran palacio.

La carestía de recursos para llenar los cuadros del ejército, que había determinado primero el reclutamiento de colonos forzosos y después el dictado del aurum tironicum, motivó también la incorporación masiva de esclavos, previamente manumitidos. Para muchos ciudadanos ilustres, esta nueva realidad era poco menos que una afrenta, dado que consideraban que la protección de los intereses de Roma (léase los suyos propios), no podía recaer sobre la espalda de gente tan indigna. Como el esclavo usualmente procedía de las razias hechas sobre los territorios bárbaros, algunos romanos disconformes, como Sinesio, alzaron su voz contra el propio Arcadio subrayando la necesidad de reclutar entre los habitantes nativos del Imperio para que la seguridad del estado no dependiese de la raza de los esclavos. Seguramente en el ideal de Sinesio estaba latente la vieja y efectiva práctica vigente en los tiempos de la república, cuando los soldados eran suministrados casi en exclusiva por la capa de campesinos compuestos por agricultores pequeños y medianos. Su queja fue apenas tenida en cuenta; en el 406 hasta Honorio, en la mitad occidental, se copió del ejemplo de su hermano, permitiendo también el alistamiento de esclavos manumitidos.

Conclusión.

Las reformas de Diocleciano y Constantino parecieron sacar al estado romano de su postración inicial, devolviéndole parte de la bonanza económica de antaño. Pero la persistencia del gasto público en niveles incompatibles con los ingresos, el uso irracional de los fondos del erario y la corrupción impidieron la consolidación del proyecto y de los cambios propuestos para hacer viable la administración del Imperio. En lugar de reducir las cuantiosas erogaciones del tesoro para equilibrar las cuentas públicas, la administración central procuró cerrar la ecuación elevando los impuestos. Con ello facilitó, contra su voluntad, la concentración de la riqueza y el encumbramiento del latifundio en tanto que embrión de los futuros señores feudales. Las pesadas cargas fiscales, tolerables en otros tiempos, se tornaron ahora insoportables para un amplio segmento de la población imperial. Muchos labradores propietarios de parcelas de bajo rinde, se vieron en la necesidad de vender sus tierras por no poder afrontar sus deudas con el fisco. Otros, en cambio, ni siquiera se tomaron la molestia de desprenderse de sus bienes enajenándolos; más bien huyeron o acudieron en busca de la protección de un poderoso. En cualquier caso, los principales beneficiarios resultaron ser los grandes terratenientes, mientras el Imperio debió asistir a la sangría indefectible de su base de contribuyentes fiscales. Si nos atenemos a un esquema puramente cronológico podremos observar que no en vano la primera mención del patrocinium aparece en el 360 y que hacia finales del siglo IV, el establecimiento del patrocinia ya no era la excepción sino la regla.

La crisis fiscal privó de medios vitales al estado romano y, al mismo tiempo, lo sentenció a penar sumido en la resignación de contemplar cómo la defensa de sus territorios recaía en manos de sus enemigos, aquellos mismos  a los que tanto había combatido antaño: los bárbaros. Ya fuera que se reclutase bárbaros o esclavos manumitidos, lo que a juzgar por el pensamiento de Sinesio era lo mismo, la realidad pronto se revelaría especialmente cruda. En 410, apenas cuatro años después de que Sinesio levantara su voz ante el emperador, los godos, bajo el acicate de Alarico, saqueaban Roma dando un golpe mortal a las pretensiones de invulnerabilidad de la Ciudad Eterna.

Anexos:

Anexo I: la política social y fiscal de Juliano.

Si habríamos de buscar en la historia posterior de Bizancio una referencia con qué comparar la obra de Juliano el Apóstata, quizá habría que remitirse a Basilio II el Bulgaróctonos, emperador entre 975 y 1025. Juliano, que sucedió a Constancio II en 361, fue uno de los pocos soberanos del siglo IV que tuvo la suficiente clarividencia como para percatarse de la encerrona que la legislación de Diocleciano y Constantino representaba para las cuentas públicas y la tesorería y cómo tal encerrona jugaba a favor de los intereses de la gran propiedad. Las medidas fiscales de sus antecesores habían acelerado el proceso de concentración de la riqueza a costa de los pequeños labradores y precisamente contra los poderosos terratenientes y contra la corrupción de los funcionarios públicos Juliano cimentó su política de gobierno. Ya siendo césar había demostrado especial celo al tratar de enmendar las injusticias que descaradamente se cometían en el ámbito de la burocracia; por ejemplo Amiano Marcelino nos cuenta que, a fin de evitar la depredación de los corrompidos recaudadores de impuestos, Juliano les había reemplazado en la provincia de Bélgica Secunda por hombres de confianza de su propio entorno.

Nomás ascender al trono, el sucesor de Constancio II dejó bien en claro cuál era su postura respecto de la distribución y propiedad de la tierra. Todo podría resumirse en el deseo de salvaguardar los intereses de las clases menos pudientes y preservar el segmento de pequeños propietarios, con el propósito de impedir la definitiva desintegración del aparato económico antiguo. La ocasión de demostrarlo se le presentó en Antioquia, donde repartió tres mil parcelas entre campesinos de bajos recursos con la esperanza de restablecer el equilibrio entre estos y los latifundistas del vecindario. Pero en cuestión de meses los lotes habían mudado nuevamente de dueño, yendo a parar a manos de los antioqueños más ricos. La desoladora experiencia fue recogida por Juliano en un libro llamado Misogopon, donde las clases más acomodadas de Antioquia se ganaban por lejos las críticas más despiadadas[4].

En cierta manera, la fallida intentona de Antioquia fue la respuesta desesperada de Juliano a un proceso inverso que venía desarrollándose desde el siglo III. La usurpación de tierras de la corona por parte de los terratenientes había llegado a ser un fenómeno habitual en la primera mitad del siglo IV. Tales tierras originariamente habían pertenecido a las ciudades cuando, al momento de su fundación, se habían distribuido para uso y explotación comunal. Con el agravamiento de la crisis, el estado se había visto obligado a expropiarlas nuevamente por saldos impagos de impuestos, por lo que desde entonces el fisco dejó de percibir la porción de impuestos que las había gravado hasta ese momento. Y la consecuente desidia estatal sobre el control de las mismas había facilitado luego las usurpaciones llevadas a cabo por el latifundio. Al asumir el poder, Juliano volvió a poner en circulación tales tierras, devolviéndolas a sus antiguos dueños, las ciudades, práctica que inauguró precisamente en Antioquia. El fin último era reducir el déficit fiscal mediante el reingreso de dichas parcelas a la actividad productiva, al mismo tiempo que se ponía coto a los abusos de la administración y a la práctica habitual de la usurpación. Sin embargo, las cosas volverían nuevamente a un punto muerto al fallecer Juliano, cuando las ciudades afrontarían otra ola de despojos arbitrarios en beneficio del latifundio. Con todo, en 374, una oportuna ley aseguraría a las urbes la tercera parte de la renta producida por las tierras públicas, a la vez que obligaba a sus habitantes a emplear una parte de ese dinero en la reparación de las murallas.

Los altos impuestos, las exenciones impositivas, las inmunidades fiscales y la persistente evasión estuvieron también entre las mayores preocupaciones de Juliano. Hacia el 355, siendo aún césar y ejerciendo su cargo en las Galias, Juliano había tenido la oportunidad de observar personalmente el odioso efecto de la desmedida presión fiscal sobre los contribuyentes. La indignación causada por las exenciones obtenidas por el latifundio, el hambre y la desesperación consecuente se combinaban esporádicamente en esas latitudes desde los días de Cómodo y se materializaban cada tanto en las violentas revueltas de los bacaudae. Juliano se propuso desde un principio lidiar con el flagelo de la asfixia fiscal y tuvo tanto éxito en el empeño que cuando le tocó abandonar la región, de los 25 sólidos que habitualmente tributaba la provincia per caput, se pasó a tan solo 7.

En suma, Juliano, que era conciente de los defectos del sistema impositivo que había heredado de sus antecesores, procuró remediarlos mediante la instauración de una legislación no muy homogénea, que comprendía remisiones de tributos, supresión de exenciones, y derogación lisa y llana de inmunidades. El atraso en los pagos de impuestos debidos y la corrupción de los agentes recaudadores del fisco fueron también dos temas ampliamente abordados por el emperador. Con relación al primero, Juliano pensaba que la condonación de atrasos solo beneficiaba a los grandes terratenientes[5], por lo que cada petición en ese sentido siempre generaba su más completo rechazo. La misma firmeza demostró el emperador frente a los corruptos funcionarios del fisco. Ya en la provincia de Bélgica Secunda había tenido la ocasión de contemplar cómo los tributos se recaudaban mejor si la tarea se encomendaba a hombres de confianza. Por lo que desde 361 no dudó en recurrir a los decuriones ante la sorpresa generalizada de los agentes fiscales.

Escenas de la vida en el campo. Mosaico del gran palacio de Bizancio.

Pero Juliano no solo se contentaba con atacar las causas del agobio fiscal sobre la población en general y los pequeños propietarios en particular. El soberano también se propuso disminuir el gasto público acometiendo, por ejemplo, la reorganización de los limitanei, o, dicho en otras palabras, dotando al ejército de una mayor eficacia al menor costo posible. Tal necesidad se hizo patente durante el transcurso de una expedición contra los bárbaros bartianos, que exigió el empleo de nuevas máquinas y armas de guerra, y de una ingente cantidad de barcos y equipos. En el fondo, la pérdida de la eficacia militar obedecía al descuido premeditado que había sufrido el exercitus limitaneus tras las reformas de Diocleciano. Los limitanei percibían sueldos inferiores a los comitatenses, lo que ya de por sí afectaba su espíritu de combate. Si a ello se suma el hecho de que bajo Constantino los reclutas de peor contextura física iban a para a sus filas, nos es dable imaginar hasta qué punto el ejercito imperial estacionado en las fronteras había decaído. A Juliano no se le pasó de largo el efecto perjudicial que ello causaba sobre la defensa del vasto Imperio, por lo que se apresuró en reforzar y reorganizar las guarniciones de los limes.

Así, pues, si se realiza un análisis detallado de la política económica y social de Juliano podrá advertirse con facilidad que su objetivo final era la búsqueda de una solución adecuada al desorden financiero. Para lograr un presupuesto equilibrado, el emperador se valió de cuanto tuvo al alcance de sus manos. Contener el gasto público y solucionar las inequidades del sistema fiscal fueron indudablemente las metas principales de su gestión. Las herramientas entretanto respondieron a dos principios insoslayables: austeridad y máxima eficiencia. Ello y no otra cosa explican los recortes instaurados por Juliano en el ámbito de la burocracia y que se materializaron bajo la forma de despidos masivos de personal. Con esa tesitura, el emperador también se preocupó por favorecer inversiones productivas[6], suprimir el servicio postal donde era innecesario, reorganizar el sistema de avituallamiento del ejército y reformular el aparato burocrático. La reducción del gasto que se logró bajo su reinado, permitió a Juliano tomar medidas insólitas para su tiempo: distribución de parcelas entre labradores de escasos recursos, restitución de tierras comunales a las ciudades, abolición de inmunidades y exenciones, disminución de tributos, rechazo de solicitudes de condonación por atrasos en las obligaciones con el fisco, supresión de privilegios fiscales del latifundio, beneficios impositivos a favor de los pobres, etc.

Puede afirmarse con total certeza que los planes de Juliano habrían tenido éxito si se hubiese dispuesto del tiempo necesario para recoger sus frutos. Pero el emperador murió prematuramente de una lanzada en una campaña contra los persas, el 26 de junio de 363. Los principios fiscales que rigieron las directrices de su reinado, aunque recogidos por algunos de sus sucesores, serían abandonados con el tiempo para desgracia del Imperio.

Anexo II: ¿Cómo y por qué el oriente romano consiguió eludir la suerte corrida por su par occidental? [7] 

En la segunda mitad del siglo IV, el proceso de concentración de la tierra, como ya se ha visto, se agudiza. La presión fiscal empuja a los últimos pequeños agricultores libres a ponerse bajo la protección de los poderosos, a quienes en definitiva terminan vendiendo sus fundos para convertirse en tenentes. Por su parte, los poderosos, también acuciados por los agentes del fisco, se retiran a sus villas en el campo, arrastrando tras de sí a todos aquéllos que dependen de sus extravagancias y buen pasar: artesanos, panaderos, sirvientes, etc. Se inicia un proceso de declive urbano, a la vez que los impuestos se hacen más difíciles de recaudar. La economía, entretanto, se “ruraliza”, con gran parte de los antiguos citadinos ahora viviendo en la villa de los patronos, codo a codo con esclavos, esclavos con peculio y colonos. La servidumbre del campesino, que pronto se derivara del colonato, es precisamente el síntoma más revelador del final de la esclavitud como modo de producción dominante. En Occidente pronto será reemplazada por el feudalismo. En Oriente, en cambio, el camino hacia una sociedad feudal o cuasi-feudal será más largo y tortuoso.

Muchas son las causas que determinaron que el Imperio Bizantino solo conociera una variedad atemperada de relaciones serviles, si es que la pronoia puede clasificarse como una formación económica y social feudal. En primer lugar habría que citar el mayor poderío económico de Oriente respecto de Occidente, que fue crucial al momento de afrontar la amenaza de las invasiones bárbaras. Mientras que la Galia, Italia y España se hundían bajo la presión ejercida como un cascanueces por francos, burgundios, vándalos, suevos y godos, el Imperio de Oriente se refugiaba tras los muros de sus grandes ciudades, apelando inclusive al pago de enormes tributos con tal de desviar los ejércitos bárbaros en dirección a las tierras de sus hermanos de Occidente. En efecto, Oriente contaba con ciudades más opulentas, donde pululaba la actividad mercantil, artesanal, una economía febril con preeminencia urbana, pese a la presión fiscal proveniente del poder central. A diferencia de Occidente, en Oriente los habitantes de las ciudades no huían ante la llegada de los recaudadores de impuestos. Por el contrario, la amenaza servía como catalizador de sus esfuerzos, que acababan cohesionados tanto contra los intereses del poder central, como de los propios terratenientes. En este sentido es evidente la importancia que tuvo la mayor tradición urbanística de Oriente respecto de Occidente. Y gracias a la existencia de centros urbanos populosos, que siguieron prosperando pese a la presión tributaria, el Imperio de Oriente pudo mantener una economía de intercambio regional y continental, mucho más dinámica y ambiciosa que Occidente. El círculo vicioso que minó económicamente desde el interior al Imperio de Occidente, en el estado gemelo de Constantinopla fue roto precisamente por la negativa de la pequeña burguesía a retrotraerse a las villas de los grandes señores, como había sucedido al otro lado del Adriático[8].

Antílope y árbol frutal. Mosaico del gran palacio bizantino.

Pero no solamente las grandes ciudades pusieron freno a la debacle de la esclavitud y la irrupción del feudalismo. Al contrario de lo que sucedió en Occidente, en Oriente siguió existiendo un poder central relativamente fuerte, que impidió o al menos retrasó la dispersión de la autoridad como sucedió tras la caída del Imperio de Occidente, en 476. Fue precisamente este poder central el que alentó una variedad de colonato militar para mantener en pie la reconversión del estado que tuvo lugar con Heraclio y sus sucesores. En este caso, el colono militar o stratiota vino a ocupar el lugar del pequeño campesino que en Occidente estaba siendo fagocitado por los terratenientes y desplazado a un estatus apenas superior al de un esclavo con peculio y cada vez más identificado con el futuro siervo feudal. En el Imperio Bizantino, por el contrario, el stratiota, gozando de un estatuto libre, comenzó rápidamente a diferenciarse de la figura endeble de los limitanei de la época de Constantino I[9]. Lejos de constituir una rudimentaria y poco eficaz milicia fronteriza, estos akrites bizantinos[10] pronto se revelaron como un arma altamente efectiva contra los nuevos peligros que se cernían sobre el Imperio. Tal cualidad no pasó desapercibida para los emperadores de la dinastía macedónica, que se valieron de los stratiotas para lanzar la reconquista de amplias zonas cuyo control se había perdido en manos de los enemigos del Imperio, búlgaros, eslavos y musulmanes. La amplia difusión del sistema de soldados campesinos, equiparados a labradores libres aunque con una ligera ventaja sobre éstos por percibir una soldada y un mejor trato fiscal, vino a representar en esas latitudes un primer final para la esclavitud en tanto que modo de producción dominante y, a la vez, un difícil obstáculo para el establecimiento de relaciones serviles propias del modo de producción feudal.

Un tercer factor que también tuvo una amplia incidencia en los asuntos económicos y sociales vinculados con el Imperio de Oriente, fue la gradual aparición de una comunidad bizantino eslava cohesionada y estable. En tiempos de Justiniano I, mientras las legiones romanas clavaban triunfalmente sus estandartes en comarcas tan distantes como España, Italia, Sicilia y el África vándala, la frontera del Danubio comenzaba lentamente a ser desbordada por grandes mesnadas de eslavos, cuyas avanzadillas venían incomodando a los gobernadores imperiales de la zona desde principios del siglo VI. Este nuevo invasor, entrando sigilosamente con sus familias y sus petates por la puerta trasera del Imperio, era un enemigo mucho más formidable que los que las fuerzas imperiales enfrentaban en Occidente. Franz Georg Maier, en Bizancio, nos dice al respecto que “estos movimientos preparaban el asentamiento eslavo y la formación del estado búlgaro” y más adelante agrega una conclusión aún más importante: “la política exterior de Justiniano I, determinada por su propia ideología (renovatio imperii), no le permitió reconocer que los peligros del futuro residían en el enfrentamiento con los Sasánidas en Oriente y con las fuerzas eslavo-búlgaras en los Balcanes” [11]. En otras palabras, lo que estaba en peligro para el caso que nos interesa, era la soberanía imperial al sur del Danubio, donde residía una arcaica comunidad helénica y latina, que practicaba repartos de tierra de manera periódica y donde la figura del gran propietario era por lo general una anécdota.

La naturaleza de esta comunidad rural y agrícola ha sido objeto de debates durante los últimos tiempos, debates que se han concentrado esencialmente en definir qué tipo de papel le cupo desempeñar a las comunidades campesinas de los Balcanes, en el momento en que los modos de producción esclavista y feudal se jugaban la preeminencia sobre los territorios bizantinos. Las opiniones de los historiadores en este sentido difieren en un rango amplio: algunos defienden la teoría fiscal como fuente de dichas comunidades; otros, en cambio, sostienen que el peso relativo de las mismas era irrelevante debido a la preponderancia que tenía la propiedad privada de la tierra en el derecho romano (lo que atentaba contra la facultad de repartir las tierras o de acceder a un lecho de agua ubicado en la propiedad de un vecino); mientras que un tercer grupo les reconoce un papel mucho más dinámico, afirmando que tales comunidades campesinas eran organismos con vida social propia, dinámica y estable. En cualquier caso, las invasiones a las provincias balcánicas, que se agravaron a la muerte de Justiniano, provocaron el colapso de tales comunidades al enfrentarlas con la comunidad eslava, que enfatizaba los lazos patriarcales y la consanguinidad. La síntesis que se produjo de ambas fue una comunidad que no reconocía los repartos periódicos de tierras pero que sin embargo, permitía otras operatorias como el cambio, la hipoteca, el usufructo, el arrendamiento y la apropiación de un terreno abandonado, todo lo cual favoreció la lenta aparición de los alodios. Jurídicamente se aceptaba en su seno la institución de la esclavitud y algunas normas del derecho romano, lo mismo que algunas costumbres de la vieja comunidad latino-helénica y la responsabilidad colectiva en materia administrativa, judicial y fiscal que había caracterizado a ésta. La comunidad bizantino eslava que se erigió entonces y que prosperó durante los siglos VII, VIII y IX, fue una comunidad vital, mucho más dinámica que sus antecesoras y por ende, mucho mejor cohesionada para afrontar tanto la rapiña de los recaudadores de impuestos como las apetencias de los grandes terratenientes. Desarrollándose a las puertas del Imperio Bizantino, o lo que es lo mismo, en los territorios que habían pertenecido a éste, tal comunidad sin embargo se precipitó sobre sus mismas estructuras, atacada tanto interna como externamente. ¿Cómo sucedió ello? En primer lugar, la lenta formación de alodios engendró diferencias sociales entre sus miembros que, con el tiempo, se fueron magnificando hasta desembocar en la instauración de relaciones cuasi-serviles. De pronto, hacia finales del siglo IX, a la par de individuos cada vez más pobres, asomaban verdaderos terratenientes, entre cuyas propiedades se contaban las que aquéllos habían perdido a raíz de hipotecas impagas. En segundo término, la reconquista bizantina del siglo XI tampoco favoreció la subsistencia de la comunidad bizantino eslava debido a que puso a ésta en contacto con estructuras señoriales mucho mejor desarrolladas y definidas que las que dicha comunidad había conocido siendo independiente.

Así pues, la existencia de ciudades más activas y populosas, la supervivencia de un estado centralizado, la difusión de los stratiotas, y el desarrollo de una comunidad campesina, latino-helénica primero y bizantino eslava después, en ambos casos mucho más estable y mejor cohesionada que sus símiles occidentales, clavaron al estado bizantino entre la esclavitud y el feudalismo, entre la Antigüedad tardo-romana y la Alta Edad Media. En esta condiciones es que el siglo XI encuentra al Imperio: esclavos, esclavos colocados y esclavos con peculio, urbanos y rurales, colonos y tenentes arrendatarios de tierras alodiales, pequeños labradores, stratiotas y campesinos medianos libres, funcionarios civiles, comerciantes y artesanos urbanos, comunidades bizantino eslavas rurales, latifundistas o dunatoi, patronos y aristócratas civiles son la base y el cuerpo de la pirámide social, en ese orden, y en lo alto de la misma, la figura del emperador, tan omnipresente como dadivosa.

Anexo III: Glosario.

Esclavo colocado: la persona que se había visto privada de su libertad por provenir de un bando derrotado en una guerra, de razias en los territorios ubicados mas allá del limes imperial, o del nacimiento de padres esclavos, teniendo una parcela y viviendo habitualmente en los cobertizos de la villa señorial, comiendo del pan de su amo, y pudiendo procrear sin constituir una familia, era un esclavo colocado.

Colono: En el 332, no se sabe si por coerción del latifundio o porque del mismo dependían substancialmente los ingresos fiscales, Constantino I decreta una ley mediante la cual se pretendía atar a los otrora pequeños propietarios a la tierra que antes les había pertenecido. En esta primera instancia, la institución del colonato aparece enmarcando a su protagonista, el colonus, en la figura de un mero arrendatario de tierras. Sin ser extemporáneo del patrocinium, sus orígenes pueden remontarse mucho antes de que se produjera el advenimiento de éste: la institución comienza a desarrollarse embrionariamente ya en el siglo III[12]  y aún hoy se sigue discutiendo si su entronización es causa o consecuencia del restablecimiento del orden imperial que tuvo lugar con Constantino I el Grande.

Patrocinium: sistema mediante el cual un contribuyente, resistiéndose a ser absorbido por el latifundio, dejaba de pagar sus impuestos al fisco romano mientras se colocaba bajo la protección de un poderoso, muchas veces, un jefe militar. Otra definición, un tanto más simple, sería la siguiente: sistema por el cual las personas, en tanto que individuos o aglutinados como comunidad, piden ayuda a aquéllos que le están haciendo la vida imposible.

Bacaudae: bandas armadas de revoltosos, otrora esclavos, campesinos y hasta tenentes libres, surgidos en el siglo III, que en la Galia y España se dedicaron a asolar las villas de los terratenientes y las pequeñas y medianas ciudades, agobiados por la presión de los poderosos y del estado.

Modo de producción social: es un concepto abstracto y generalizado de una idea concreta que se baja a la realidad, conocida como “formación económica y social”. Por ejemplo, al modo de producción feudal le puede corresponder, según las características de cada sector geográfico, una formación económica y social que puede ser aquitana, galesa, bizantina, germana, etc.

Propiedad señorial: tierra privada del amo o señor.

Aurum tironicum: posibilidad ofrecida por el estado romano a los colonos de redimirse del servicio militar mediante el pago de un impuesto fijado en el orden de los 36 sólidos de oro, cuyo destino final era la contratación de un soldado profesional.

Limitanei (exercitus limitaneus): tropas estacionadas en las fronteras del Imperio Romano.

Comitatenses (exercitus comitatensis): tropas creadas como reservas móviles de las anteriores y estacionadas  cerca de la residencia del emperador.

Misogopon: libro escrito por el emperador Juliano donde se satiriza la actitud de los habitantes de Antioquía con respecto al primer ensayo realizado para devolver las tierras comunales a la ciudad, entregándolas en manos de campesinos pobres.

Fuentes documentales.

Marc Bloch, Cómo y porqué terminó la esclavitud antigua, Annales (E.S.C.), 1947, págs. 30-43 y 161-170. Traducción del francés por Antonio Malpica Cuello y Rafael Peinado Santaella.

Aurelio Bernardi, Los problemas económicos del Imperio Romano en la época de su decadencia, Studia et Documenta Historiae et Juris, vol. XXXI, 1965.

Franz Georg Maier, Bizancio, Siglo Veintiuno Editores, 6ta. Edición, 1983, ISBN (volumen trece) 988-23-0496-2.

E. Patlagean, A. Ducellier, C. Asdracha y R. Mantran, Historia de Bizancio, Crítica Barcelona, 2001, ISBN 84-8432-167-3.

Warren Treadgold, Breve Historia de Bizancio, Paidós, 2001, ISBN 84-493-1110-1.

Warren Treadgold, A History of the Byzantine State and Society, Stanford University press, Stanford, California, 1997, Estados Unidos de América.

Carlos Diehl, Grandeza y Servidumbre de Bizancio, Espasa-Calpe SA, Colección Austral, 1963.

John Julius Norwich, Breve Historia de Bizancio, Cátedra Historia Serie Mayor, 1997, ISBN 84-376-1819-3.

Joseph M. Walker, Historia de Bizancio, Edimat Libros S.A., ISBN 84-9764-502-2.

Emilio Cabrera, Historia de Bizancio, Ariel Historia, 1998, ISBN 84-344-6599-X.

Georg Ostrogorsky, Historia del Estado Bizantino, Akal Editor, 1984.

Georg Ostrogorsky, Para una historia del feudalismo bizantino, Bruselas, 1954, Traducción de Juan Calatrava, extracto págs. 9 y sigs. y 187 y sigs. Biblioteca U.N.C., escuela de Filosofía, Historia y Humanidades.

Alexander A. Vasiliev, Historia del Imperio Bizantino, Volumen I, Libro dot.com, versión digital.

Norman H. Baynes, El Imperio Bizantino, Breviarios, Fondo de Cultura Económica, 1974.

Salvador Claramunt, Las Claves del Imperio Bizantino 395-1453, Universidad de Barcelona, 1992, ISBN 84-320-9227-4.

E. E. Lipchits, El fin del régimen esclavista y el nacimiento del feudalismo en Bizancio, trabajo publicado por primera vez en V.D.I., 1955, fascículo 4, págs. 64-71 y publicado en francés en “Recherches internacionales à la lumière du marxismo, Féodalisme à Byzance”, nº 79, París, 1974, traducción de Antonio Malpica Cuello.

Perry Anderson, Transiciones de la Antigüedad al Feudalismo, Siglo XXI, México, 1986. Segunda Parte: Europa oriental.

Pierre Dockes, La liberación medieval, F.C.E., México, 1984.

William C. Bark, Orígenes del mundo medieval, Temas, Eudeba, Buenos Aires (Argentina), 1978. Cap. II, El problema de los principios del Medioevo y Cap. III, ¿Qué ocurrió con la preponderancia romana en Occidente?, págs. 7 – 81.

Z. V. Udaltzova, A propósito de la génesis del feudalismo en Bizancio (cómo se plantea el problema), trabajo publicado por primera vez en “Vizantiskie otcherki” Moscú, 1971, págs. 3-25; publicado en francés en “Recherches internacionales à la lumière du marxismo, Féodalisme à Byzance”, nº 79, París, 1974, traducción de Juan Calatrava.

Santiago Montero, Gonzalo Bravo y Jorge Martinez-Pinna, El Imperio Romano, Visor Libros, ISBN 84-7522-497-0, España.


[1] Llamada así por que cada uno de sus integrantes llevaba el nombre Flavio, al igual que los miembros de la primera dinastía homónima, que reinó en el siglo I después de Cristo..

[2] Del concilio ecuménico de Nicea se conservan veintidós cánones, las anatemas, una carta parala Iglesia de Alejandría y la fórmula del Credo.

[3] Amiano Marcelino, 20, 11, 5.

[4] Juliano, Misogopon, 370 D. Sobre la política antioqueña de Juliano léase la obra de G.L. Downer, “The economic crisis at Antioch under Julian the Apostate”, 1951, Págs.311 a 321.

[5] Juliano, Epist. 73.

[6] Entre las principales obras de Juliano se cuentan la construcción de buena parte de los edificios de Constantinopla y la restauración de la red caminera imperial.

[7] Extracto obtenido a partir del trabajo “La Pronoia: una institución con sello bizantino”, Guilhem W. Martín, https://imperiobizantino.wordpress.com/2007/06/30/la-pronoia/

[8] En Transiciones de la Antigüedad al Feudalismo, pág.279, Perry Anderson sostiene que el establecimiento del sistema de themas bizantino generó un proceso de degradación política de las ciudades, mientras el peso de la capital y de la corte ahogaba su vida pública. El mismo autor asegura que “en el estrecho marco del Estado autocrático no podían surgir las libertades municipales”.

[9] Aurelio Bernardi, Los problemas económicos del Imperio Romano en la época de su decadencia, Studia et Documenta Historiae et Juris, vol. XXXI, 1965, pág.85. El autor afirma que, en tiempos de Constantino, al privilegiarse la fuerza de los comitatenses, “el ejército de frontera fue reducido a una milicia rural de escaso valor militar”

[10] E. Stein y G. Ostrogorsky son los historiadores precursores de la tesis según la cual Heraclio (610-641) fue el artífice de una reforma agraria que, habiendo creado la figura de los soldados campesinos, se basaba en el sistema administrativo y militar de los themas. Por el contrario, Paul Lamerle, en Esquisse pour une historie agraire de Byzance: les sources et les problèmes”, Revue Historique, Vol.119, págs. 70-74, se opone a tal afirmación mediante tres argumentos: primero, que no existe ninguna prueba fehaciente de que Heraclio fuera el autor del sistema de themas; segundo, que las tierras militares fueron un desarrollo posterior, y, tercero, que los titulares de esas tierras nunca fueron soldados, aunque estaban obligados a mantener financieramente a un caballero en el ejército.

[11] Franz Georg Maier, Bizancio, Siglo XXI, 6ta. Edición, volumen 13, Madrid (España) 1973, pág. 63.

[12] Aurelio Bernardi, Los problemas económicos del Imperio Romano en la época de su decadencia, Studia et Documenta Historiae et Juris, vol. XXXI, 1965. En dicha obra (pág.85), el autor afirma literalmente: “la mísera condición de la tesorería puede ayudar a explicar el proyecto para instituir una especie de colonato militar a lo largo de las fronteras del Imperio. Tal institución la encontramos ya en el siglo III, cuando los soldados obtenían permiso para contraer matrimonio. Al asignarles tierras para cultivo como propiedad hereditaria, inalienable, con privilegios especiales y exenciones tributarias, se hizo el intento de crear una base de pequeños propietarios agrarios, obligados por herencia al servicio militar, autárquica y que no pesase sobre el presupuesto público. Después, en el siglo VII, el sistema fue aplicado ampliamente en el Imperio Bizantino, donde tuvo éxito”.

Autor: Guilhem W. Martín. ©

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